Erasmo y América

El hombre es ducho en vientos. Domina las velas cuadradas y puede navegar con brisa de popa.  Entiende, en suma, el secreto de salir al  océano y regresar. En su obcecada cabeza de judío genovés están la literatura caballeresca, la piedra…

El hombre es ducho en vientos. Domina las velas cuadradas y puede navegar con brisa de popa.  Entiende, en suma, el secreto de salir al  océano y regresar.
En su obcecada cabeza de judío genovés están la literatura caballeresca, la piedra filosofal y el mundo de las siete esferas transparentes. Tiene noticias sobre el mar de lodo en que Platón ha disuelto la Atlántida. Sabe de hombres con un solo ojo y nariz de perro. Leyó a Pierre D’Ailly y su Imago Mundi está anotado 898 veces, de puño y letra.

Los tres barquichuelos zarpan de Moguer cuando todavía están calientes los céfiros del Mare Nostrum. Las proas enfilan hacia el Viejo Mundo, esto es, hacia la fábula. En la ruta del mapa secreto de Paolo del Pozzo Toscanelli, diez semanas después, llegan a las ciudades de Marco Polo y a las puertas mismas del Paraíso Terrenal.

El grito viene de La Pinta. Son las dos de la madrugada del viernes 12 de octubre de 1492. Un marinero ha divisado el horizonte inmóvil. Guanahaní es la Isla de las Iguanas. Sólo ven personas pintarrajeadas de negro y colorado. Al cerrar el diario ese día, el Almirante escribe: “Ninguna bestia, de ninguna manera vide, salvo papagayos”.

No existe suceso en la historia de los hombres comparable a la tempestad que se desencadena aquella madrugada apacible del otoño Atlántico.
Desmesurados, inverosímiles serán los acontecimientos y sus consecuencias.
En sólo cuarenta años, a pie o a caballo, un puñado de pícaros exaltados penetra selvas vírgenes, atraviesa desiertos y trepa cordilleras dos veces más altas que las de Europa. El candor de la mirada aborigen se deslumbra ante aquellos hombres claros, con barbas y panoplias. Más tarde, civilizaciones enteras sucumben bajo el furor espantoso de la truhanería medieval.

Los demonios peludos apresan, esclavizan, violan, matan. Sus espadas cortan cabezas, brazos y barrigas. Millones de indios inermes mueren en el fuego o atravesados por las lanzas o aplastados por los pencos. Los recién llegados obran con el florete y con la Biblia, con Aristóteles y con el fuego, con el hierro y con la fe. “Anocheció a la mitad del día” en el continente de Rumiñahui y Anacaona.

Ahora es el año de gracia de 1510, y cuatro frailes dominicos pisan La Española. Uno de ellos, Antón de Montesinos, levanta su voz de fuego el primer domingo de Adviento de 1511: “¿Con qué autoridad habléis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas… ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin dalles de comer ni curarlos de sus enfermedades, que los excesivos trabajos que les dais incurren y se os mueren, y por mejor decir los matáis, por sacar y adquirir oro cada día? Éstos, ¿no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados a amallos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis, esto no sentís?”

Tal vez sin saberlo, el Virrey Don Diego y los encomenderos han escuchado las palabras de un nuevo credo, de un nuevo evangelio: el Humanismo. Religión anhelada por la Europa que despierta. Fe libre, pura, abierta: discurso insólito que brota del alma grande de Erasmo de Rotterdam y sacude el orden colonial americano a través de la elocuencia de Antón de Montesinos.

Erasmo crea una religión a la medida de la nueva sociedad. Toda devoción gira, entonces, alrededor de un hombre que “habla, enseña, cura, ama y consuela”. Como decir, el Cristo interpretado por la buena razón burguesa, sin mediadores entre él y sus criaturas. Se proponía Erasmo evitar el pesimismo desconsolado, el horror a la mancha del pecado original, el miedo paralizante a la muerte.

Trataba él de recobrar, a la vez, la confianza del hombre en sí mismo, en su virtud, en su honradez primordial. En primer lugar la moral, individual y colectiva; después, el dogma. Así era, en síntesis, la fe de Erasmo: la que predicó él en su Enchiridion, en su Elogio, en sus Coloquios.

América fue, desde los inicios, tierra de singulares destinos. Ovando ahorca las últimas cacicas de la isla Hispaniola y, no muy lejos, en México, un Obispo erasmista, Zumárraga, levanta el Colegio de Tlatelolco para enseñar gramática latina y música a los indios. En el país de la matanza de Cholula, “a la orilla del lago de Pátzcuaro, circundado de vegas umbrosas y de montañas azules”, otro Obispo humanista, Don Vasco de Quiroga, hace vivir al pueblo indígena la ardiente Utopía de Tomás Moro, el amigo íntimo de Erasmo.

De esa España que engendra la crueldad frenética de Pánfilo de Narváez y Nuño de Guzmán surgen también Antón de Montesinos, Bartolomé de Las Casas y Francisco de Vitoria. La España que degüella es, asimismo, la España que evangeliza y cura las llagas. La España que hace de “indios vivos” un paisaje de “cristianos muertos” es la misma que establece el fundamento de los Derechos del Hombre. Caras opuestas, juego de espejos: trágica simetría de una realidad indivisible.

Mas el precio de la Conquista ha sido alto. América aloja hoy cincuenta millones de indígenas, muertos vivos que arrastran su desdicha en las páginas turbias de Juan Rulfo o Arguedas o Roa Bastos. Cincuenta millones de seres encerrados en la ciega redondez de una memoria sin término.

Siento que es ésta la mancha indeleble de nuestro continente. Acaso la sombra de una vieja culpa que, en aquellos días enrarecidos y vesánicos, intentaran mitigar los seguidores del sabio de Rotterdam; mientras los otros, los más, se apuraban en la faena de dominar las nuevas tierras a puros y feroces “cristazos”.

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