Ernesto Sabato: Uno y el Universo

[Ernesto Sabato (1911-2011) era físico y era escritor y era argentino. Por eso pudo escribir  una especie de breviario de divulgación científica para profanos cuya lectura es tan apasionante, tan alucinante como sus novelas “El túnel y “Sobre&#82

[Ernesto Sabato (1911-2011) era físico y era escritor y era argentino. Por eso pudo escribir  una especie de breviario de divulgación científica para profanos cuya lectura es tan apasionante, tan alucinante como sus novelas “El túnel y “Sobre héroes y tumbas”.Su titulo: “Uno y el universo”.

En realidad, el libro trata un poco de todo: de filosofía, de literatura, de política, de astronomía y de la condición humana en general. En el reducido espacio de este comentario, cumplo con recomendar la lectura de los textos seleccionados para esta entrega y de todo este libro tan ameno como provechoso. PCS]

HELIOCENTRISMO

La teoría heliocéntrica es tan sencilla que podría asombrar la resistencia que suscitó en la época de Copérnico. Hay dos razones para explicar este fenómeno. Primero, desdeñaba el antropocentrismo siempre ruidoso. Desde Moisés, la gente no quiere abdicar de sus privilegios cósmicos e imagina que de algún modo la Creación ha sido organizada en su beneficio particular. Bernardin de Saint-Pierre opinaba que el melón tiene rajas para facilitar su consumo en familia. Era inevitable que la doctrina copernicana chocase contra estos prejuicios teológicos y gastronómicos. Ya Aristarco de Samos había sido acusado de impiedad por la misma razón y el temeroso Pitágoras llevaba una doble contabilidad: geocéntrica para el público y heliocéntrica para su logia, como esos confiteros que no comen lo que venden.

El otro obstáculo fue, como siempre, el acreditado y siempre aconsejado por los ancianos sentido común. Esta institución es producto de unos pocos reflejos condicionados y de una experiencia escasa, lo que no impide que pretenda ser profética, con resultados invariablemente desastrosos. El modo de operar es así: un anciano ha viajado en carros y trirremes a la velocidad de cien estadios por hora; se ha fatigado y, a consecuencia del movimiento, se ha mareado. Si la Tierra girase en torno del Sol debería estar lanzada a una velocidad miles de veces más grande, lo que no puede ser cierto, puesto que ningún anciano se marea ni se queja.

La hipótesis heliocéntrica durmió hasta Copérnico. Uno de los responsables de esta catalepsia fue Aristóteles, que con su inmensa autoridad policial impidió cualquier alzamiento contra el régimen establecido. Schopenhauer y Bertrand Russell afirman que este filósofo constituyó una calamidad pública que duró veinte siglos. Muchos se enojan arguyendo que fue un gran genio. No veo la contradicción: solamente un gran genio puede constituir una gran calamidad. Si Aristóteles hubiese sido un mediocre no habría sido capaz de impedir durante dos mil años el advenimiento de la nueva física. Los genios promueven grandes adelantos en el pensamiento humano; pero, cuando les da por estar equivocados, son capaces de frenarlo durante varios siglos.

DESCUBRIMIENTO DE AMÉRICA

H. G. Wells dice: “Fue una desgracia para la ciencia que los primeros europeos que llegaron a América fueran españoles sin curiosidad científica, sólo con sed de oro, y que, movidos por ciego fanatismo, todavía exacerbado por una reciente guerra religiosa, apenas hicieran muy pocas observaciones interesantes sobre las costumbres e ideas de estos pueblos primitivos. Los asesinaron, los robaron, los esclavizaron, pero no tomaron ninguna nota de sus costumbres”.
El botánico Hicken emite el siguiente veredicto: “Llegaron, pues, los primeros exploradores al Río de la Plata con el bagaje aristotélico, casi completamente analfabetos…”.

Dejando de lado esta idea de la formación aristotélica en los marineros españoles —y la valerosa sinonimia entre aristotelismo y analfabetismo— las opiniones citadas reflejan el juicio que existió durante mucho tiempo sobre el descubrimiento y colonización de América. No se ve claro, sin embargo, cómo pueden realizarse el descubrimiento de un continente, los largos y riesgosos viajes marítimos, el trazado de cartas geográficas y la explotación de las minas peruanas y mejicanas, sin conocimientos de astronomía, geografía, náutica, cartografía y metalurgia. Hay motivos para acusar a H. G. Wells de falta de imaginación, lo que es singular, y al doctor Hicken de optimismo exagerado sobre la posibilidad de combinar la doctrina de Aristóteles con el analfabetismo.
La navegación de altura fue posible gracias al legado de la astronomía griega, enriquecido luego por los árabes, judíos y cristianos de la Edad Media, que eran impulsados por necesidades técnicas y por prejuicios astrológicos; las Tablas Alfonsíes son la recopilación de todo lo que en la época se sabía de esencial en las ciencias astronómicas. La astronomía náutica es ibérica y su origen está en los Regimientos de las navegaciones portuguesas; resultó de la colaboración de Abraham Zacuto con los náuticos de la Junta de Matemáticos de Lisboa y en especial con José Visinho: es una aplicación de las doctrinas grecoarábigas contenidas en la obra de Alfonso X.

La Metalurgia, que permitió la explotación minera de América, provenía de los romanos y había sido perfeccionada por los árabes en las minas de Almadén.
Recíprocamente, los grandes descubrimientos de los siglos XIV y XV  destruyen supersticiones, prejuicios astronómicos, geográficos, etnográficos, lingüísticos, climatológicos. Se fortalece la naciente tendencia al libre examen, y tanto por la revolución mental que provocan como por las transformaciones económicas y sociales, los descubrimientos de esa época acentúan el hecho cultural del Renacimiento. La invención de la imprenta multiplica la importancia de las nuevas ideas y se inicia una era de gran actividad material y espiritual. A partir del descubrimiento se desvanecen como fantasmas nocturnos los monstruos que Estrabón, Aristóteles y pensadores medievales imaginaban que poblaban el mundo más allá de las fronteras de la ecumene: los basiliscos, grifos, dragones, desaparecen con los fabulosos mares y tierras que los contenían: la zona periusta, el pulmón marino, el mar tenebroso. Apenas si el Almirante anota en sus cuadernos la aparición de dos o tres sirenas, no muy bonitas. Desde ese momento, estos monstruos pierden su condición de objetos reales (ganando, claro, la eternidad que les confiere su condición de objetos ideales).

El propio Colón estaba dotado de espíritu científico: sentido de la observación y empeño teórico. Sus observaciones de la declinación magnética bastarían para asegurarle un nombre en la historia de la Física; es cierto que su teoría sobre el fenómeno es falsa, pero también son falsas las actuales. Hasta los errores del Almirante son científicos, y lejos de servir para condenarlo son la mejor prueba de su saludable confianza en la ciencia de la época. El error más grande de todos los que cometió fue, sin duda, el propio descubrimiento. Al respecto, los manuales escolares han difundido la imagen de un Colón omnisciente discutiendo ante una junta salmantina astuta, ignorante y mal dispuesta. Es difícil saber hoy lo que en aquella reunión se discutió, pero puede presumirse que muchos de los argumentos esgrimidos contra el Almirante eran científicamente correctos. No es creíble que se discutiese la posibilidad teórica de llegar a Oriente partiendo de Occidente: en aquella época ninguna persona medianamente culta negaba la esfericidad de la Tierra —que había sido medida por Eratóstenes de Alejandría—. Es probable que hubiera dos clases de objeciones: en primer lugar, algún teólogo puede haber hablado de la posibilidad de “resbalamiento”, una vez sobrepasado cierto límite en la navegación; esta era una opinión corriente, pues, como no se tenía idea de la gravitación hacia el centro, se pensaba que era imposible habitar en regiones un poco alejadas del centro europeo: San Isidoro no admitía siquiera la existencia de habitantes en Libia, por la excesiva inclinación del suelo; mucho menos podría creerse en la posibilidad de dar la vuelta al mundo, por la misma razón que se negaba la existencia de los antípodas, esos absurdos habitantes con la cabeza para abajo; el propio Cicerón, ecléctico y escéptico, cree necesario asegurar a su amigo Lúculo que no desprecia “esa creencia” (Primeras cuestiones académicas, Libro II). El otro género de objeción que puede haber tenido el Almirante es sensato y atendible: los geodestas griegos habían calculado valores bastante diferentes para la circunferencia terrestre, y el que Paolo del Pozzo Toscanelli ofreció a Colón en su mapa estaba basado en los datos de Posidonio —muy inferiores a los valores reales— y en su exagerado  cálculo de la extensión del viejo continente. En resumen, Colón pensó que la distancia hasta el Oriente no era superior a 1200 leguas, recorrido que calculaba hacer en cinco semanas. Por el contrario, muchos eruditos de la época conocían los cálculos de Eratóstenes, que son casi exactos, y que daban un valor mucho más grande del obtenido por Posidonio. Estos cálculos demostraban que el viaje era una locura.

A pesar de todo Colón hizo la expedición y el azar quiso que tardara justamente cinco semanas en llegar al nuevo continente, lo que explica que se afirmara en su idea errónea de haber llegado a las Indias. Hoy sabemos que Eratóstenes de Alejandría había calculado con asombrosa precisión y que Colón y sus asesores técnicos estaban equivocados. Pero con esta clase de equivocaciones es como avanza la humanidad. (Ernesto Sabato)..

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