En el proceso de construcción de la cultura democrática, y en el mismo, la realización de elecciones libres, es imposible que no se cumpla una de las reglas: la confrontación, sea entre los actores, como debe ser, de una parte de los actores o de la totalidad de los actores con la Junta Central Electoral (JCE); de la sociedad civil o parte de ella, con la JCE.
De modo que los debates, dificultades y conflictos son parte de una práctica en la historia electoral del país. Para muchos, las elecciones pueden decidirse en el edificio de la JCE, y no en las comunidades y los centros de votación, y a veces la escogen como blanco de ataques. La ven como una potencial enemiga, especialmente si en la correlación de fuerzas internas el balance puede ser desfavorable. Afortunadamente, los conflictos suelen dirimirse antes del día de las votaciones, de modo que las diferencias sólo computan como parte de los escarceos de la campaña.
Estamos ahora ante un desacuerdo que ha debido ser solucionado. La observación electoral que ya es parte de la historia electoral, la que protagoniza Participación Ciudadana (PC). Esa organización afirma que la JCE levanta obstáculos que amenazan la observación de las elecciones. La JCE ha dicho que ha establecido determinadas reglas para la observación. Hasta la embajada de EEUU ha metido su cuchara.
Es evidente que ha habido ojerizas recíprocas entre los liderazgos de las dos organizaciones, y las fuentes de las mismas no están muy a la vista. Pero no debe ser. El trabajo de la JCE está muy bien definido por la ley. Participación Ciudadana es una expresión de las sociedades abiertas, democráticas, en las que actores civiles intentan jugar determinados roles orientados a fortalecer el sistema político.
Bien vistas, las dos organizaciones deben trabajar de la mano, por la transparencia y la calidad del sufragio, en un ambiente libre y seguro. La JCE y Participación Ciudadana deben ponerse de acuerdo. Deben terminar las majaderías.
