Jenny (4)

Rondar su casa -el palacete de la Pasteur- dejó de ser un pasatiempo y se convirtió en una obsesión para los muchachos del vecindario, al menos durante las primeras semanas de aquel verano terrible. Tanto celo pusieron esta vez en la tarea que…

Rondar su casa -el palacete de la Pasteur- dejó de ser un pasatiempo y se convirtió en una obsesión para los muchachos del vecindario, al menos durante las primeras semanas de aquel verano terrible. Tanto celo pusieron esta vez en la tarea que la misma terminó pareciéndose a un cerco para dar la voz de alarma en cuanto Jenny asomara la cabeza. De hecho, todos los pensamientos, todas las actividades, todos los caminos del ocio remitían a la casa de Jenny.
Los muchachos se daban cita frente a la casa de Jenny, conversaban y discutían frente a la casa de Jenny, con cualquier pretexto pasaban frente a la casa de Jenny (aun si se dirigían a otro sitio, torcían la ruta para pasar frente a la casa de Jenny). Cuando no pasaban a pie, pasaban en bicicleta o se apostaban en las esquinas. Ocasionalmente tocaban el timbre del palacete y preguntaban por una persona cualquiera, una familia –el corazón pegando brincos por la emoción de ver aunque fuera un pedazo de Jenny-, pero era siempre la marimacho quien se asomaba a la puerta para dar cuenta de los intrusos y no dejar pasar ni las miradas más indiscretas.

Algunos se exhibían en grandes automóviles de lujo -las deslumbrantes “naves” del año- con el volumen del radio a todo dar, acelerando y frenando a capricho para hacer sentir la potencia de la máquina y la prepotencia del usuario, y a veces realizaban maniobras admirables calcadas de películas del momento.
Maniobras patéticas, por supuesto, dirigidas a impresionar a una persona que no se daba por enterada, que casi no daba señales de vida.

Hasta que un día sucedió lo imprevisto: Jenny comenzó a mostrarse a menudo en el jardín, en la terraza, y por primera vez en mucho tiempo se la vio en misa, en la Parroquia de San Antonio, la humilde parroquia del suntuoso barrio de Gazcue.

En la terraza tomaba sol, en el jardín tomaba fotos de flores con Polaroid, en la iglesia comulgaba y rezaba, desde luego -con las manitas juntas, el pensamiento fijo en la oración-, bajo la mirada tutelar de la marimacho. Poco a poco, el misterio se desvaneció, se hizo transparente.

Entonces ocurrió otro hecho inesperado. Una tarde, frente a la casa de Jenny, se detuvo un vehículo del Servicio de Inteligencia Militar y allí amaneció ronroneando lúgubremente: el motor en marcha durante horas. Era un “cepillo”, como le llamaban, un escarabajo: un Volkswagen del SIM, el temible Servicio de Inteligencia Militar, la Gestapo del régimen.

En aquel tiempo casi todos los muchachos estaban más o menos conscientes del peligro, un peligro que pocos mencionaban, un peligro latente. No en vano corrían años difíciles, los años más difíciles de la Era: la atmósfera política se sentía tensa y cargada, incluso en los barrios aristocráticos de la capital. Por dondequiera sucedían cosas que era prudente no mencionar, hechos de sangre que muchos fingían ignorar, atrocidades, capítulos de infamia en los que era mejor no pensar. Ciertos mensajes, sin embargo, no podían ser pasados por alto. El código del terror estipulaba que no podían ser ignorados. La presencia de un “cepillo” del SIM frente a la casa de Jenny -con grandes antenas curvadas, el motor en marcha y tres personajes fúnebres en su interior- advertía a la sociedad que, a pesar de las apariencias, la familia de Jenny estaba en desgracia.

Los muchachos no se dejaron ver ese día ni en muchos días por los alrededores: se desbandaron como quien dice en estampida, abandonaron el sol y la sombra. La casa de Jenny, el punto de referencia vital, se convirtió en la casa a evitar.

A raíz del incidente, Carlos Manzano descubrió que no era tan divertido andar por ahí cazando fantasmas, y decidió volver a los predios de Riverita, pero Riverita no estaba disponible mas que para asuntos de estudios y conversaciones de gente seria. Nada de boberías, en resumen, nada de perder el tiempo en las esquinas hablando pavadas, mirando pasar la vida sin tomar parte en ella. Se produjo entonces un leve conflicto de intereses. Carlos Manzano no estaba dispuesto, ni siquiera vagamente dispuesto a pasar entre libros el tiempo dorado de las vacaciones. Alguna que otra vez, muy pocas veces, lograba sonsacarlo a Riverita. Entonces iban al cine o al Conde –a la fabulosa calle El Conde-, emprendían de nuevo largas caminatas por el malecón, junto al Caribe trepidante. Sin embargo, en otras ocasiones resultaba difícil, cuando no imposible, convencer a Riverita de abandonar un rato el estudio.

Un día, felizmente, dieron con una fórmula que les permitió conciliar sus diferencias y estrechar aún más las relaciones durante los días sin fondo del verano. Estaba allí, a la vista, como el pájaro azul de la felicidad, en pleno malecón. Bastaba bajar por la Pasteur, la calle de Jenny, bajar por la Pasteur hasta el malecón y luego a la derecha, hacia el oeste, a cien, doscientos metros, por un peso, la piscina del flamante hotel Jaragua.

Palmeras, cocoteros, bungalows: valía la pena, aunque fuera por un peso. En aquel paraíso artificial Riverita encontraba el ambiente propicio para concentrarse en la lectura y alimentar sus mundos interiores, y eventualmente, ¿por qué no?, darse un chapuzón. Mientras tanto Carlos se divertía nadando, curioseando, mirando a las pocas turistas dorándose al sol.

Cuando no estaba ocupado en estos menesteres, se pasaba horas muertas tendido boca arriba, haciendo nada, simplemente nada, aparte de mirar a las turistas, entre las que había algunas escuálidas y flácidas como lagartijas.

Las tardes de piscina en el Jaragua, una tras otra, se hicieron habituales, rutinarias, pero sin perder un ápice de su encanto. Riverita, que apenas sabía nadar, empezó a tomar lecciones con el salvavidas y en poco tiempo se convirtió en un pez de agua dulce, aunque nadaba a ciegas sin sus lentes de miope.
También se convirtió en mirón, igual que Carlos, y cada vez con más frecuencia abandonaba los libros para fijarse en las turistas doradas al carbón.

A partir de entonces, las mejores tardes del estío fueron tardes de piscina en el Jaragua, con una sola limitación: la hora. Algunas noches, y a veces al atardecer, la luna se posaba sobre el Jaragua y el área de piscina, inundada de música lenta, se transformaba en pista de baile. Pero la madre de Carlos nunca le permitió el lujo de participar en esas actividades nocturnas. A la caída del sol había que estar de regreso en la casa: una regla inflexible en esos días. Carlos, naturalmente, protestaba, insistía, se quejaba -y todo, por supuesto, en vano. Siempre le había parecido que los temores de su madre eran exagerados, y Riverita la secundaba en parte, pero también su madre era así. ¡Qué se va a hacer!

Una tarde, sin embargo, venían ambos subiendo por la Pasteur y conversando coincidencialmente sobre el tema, burlándose más bien de las preocupaciones de sus mayores, cuando de pronto, a la altura de la calle Santiago, escucharon explosiones que parecían fuegos de artificio. Enseguida se produjo un griterío y las explosiones arreciaron, tanto en intensidad como en volumen. A la vuelta de la esquina vieron un grupo de gente que huía despavorida en dirección a ellos y entonces las circunstancias se aclararon: los fuegos de artificio provenían de armas de fuego. No había más nada que averiguar: era un tiroteo en forma, lo que se dice un tiroteo. Sin desperdiciar un segundo, los muchachos se unieron a la estampida y al llegar a la casa de Carlos tenían la lengua afuera y el corazón en la boca. Se habían pegado el susto de sus vidas y ya no tenían ganas de burlarse de las preocupaciones de los viejos.

Confusamente se enteraron más tarde de que la balacera se había originado en la sede de una delegación diplomática entre guardias del gobierno que la custodiaban y disidentes políticos que habían intentado asilarse. Un manto de silencio cubrió los pormenores del hecho y la sangre derramada.

Aparte del tiroteo, nada hacía presentir otros cambios en la rutina veraniega de Carlos y Riverita. Siguieron, por el contrario, al cabo de un prudente paréntesis de varios días, frecuentando la piscina, bañándose en la piscina y mirando a las turistas que tomaban sol en el área de piscina. Hasta que un día, pasando frente a la casa de Jenny, Carlos se demoró más de lo acostumbrado en una mirada inquisitoria que Riverita no podía dejar pasar desapercibida.

-Tú también la persigues, ¿no es así?

Era una pregunta inocente, una simple observación, pero en boca de Riverita adquiría un sentido dramático, inusitado. 

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