Jenny (y 5)

En el fondo sentía que lo habían cogido in fraganti en su intimidad. Por alguna razón desconocida, nunca hablaba de Jenny con Riverita. De hecho, prefería no hablar de mujeres con él, como si se tratase de un tema que estuviera fuera de su alcance.&#

En el fondo sentía que lo habían cogido in fraganti en su intimidad. Por alguna razón desconocida, nunca hablaba de Jenny con Riverita. De hecho, prefería no hablar de mujeres con él, como si se tratase de un tema que estuviera fuera de su alcance. Para hablar de esas cosas estaban los demás compañeros. Riverita nunca. De ahí la sorpresa (desconcertante, por cierto) que le produjo oírlo mencionar a Jenny. Pero Riverita era eso precisamente: una caja de sorpresas. Lo supo ese día para siempre cuando le escuchó musitar con una voz extraña, casi que confesara una culpa, un cargo de conciencia:

-Jenny es mi prima, ¿sabes? Si quieres entramos para que la conozcas. Pero Jenny es loca… A lo mejor ni te saluda.
***
La marimacho abrió la puerta sin sonreír ni saludar. Emitió sólo un gruñido de disgusto y se echó a un lado para dejar pasar al pariente y al intruso, y de inmediato desapareció por uno de los recovecos del palacete. Riverita le dijo a Carlos que se sentara, que lo esperara un minuto, sólo un minuto, mientras subía a saludar a la tía. Los hechos se habían sucedido de tal manera que Carlos no había logrado sobreponerse al primer estupor. Apenas alcanzaba a entender -y no con mucha lucidez- que se encontraba en la casa de Jenny. La casa de Jenny. Estaba aturdido, literalmente ajeno a su realidad, aunque también estaba fascinado. El lujo de la mansión, inmersa toda en una cálida penumbra, era impresionante. En cada rincón, cada detalle, se acentuaba el dominio de las sombras. Pero desde la terraza contigua a la antesala y del jardín al fondo penetraba un halo tierno de luz -copo de luz- que engendraba, por contraste, vibraciones inauditas. Así, en el espejo, en “el agua difunta del espejo” que lo miraba desde la pared de enfrente, el mobiliario de madera preciosa, la cristalería finísima y las pinturas de Giudicelli y Vela Zanetti parecían levitar y levitaban en una atmósfera de ingravidez. Era un escenario irreal, aparentemente incontaminado. Allí nada enturbiaba la majestad del silencio, salvo los latidos de un corazón que podía ser el suyo.

Cuando se recuperó de la impresión, Carlos aprovechó la ausencia de Riverita para dar una mirada de reconocimiento en busca de Jenny. Obviamente la sala y la antesala estaban desiertas, el comedor estaba desierto y en el jardín, al fondo, el jardinero idiota podaba la grama. Las “Rimas” de Bécquer sobre el piano de cola. Jenny por ninguna parte. Quizás arriba con la tía. En la terraza quizás, pero la terraza no se veía desde la sala y decidió aventurarse hacia la antesala con el pretexto de admirar unos dibujos y fisgonear, de paso, a través de la ventana. Jenny por ninguna parte, Pasaba el minuto acordado con Riverita y Riverita no bajaba, pero podía bajar en cualquier momento y sorprenderlo curioseando en casa ajena, invadiendo la privacidad, traicionando su confianza y sin haber visto a Jenny, que era peor. Pero tenía que verla. Definitivamente, sí, tenía que verla. Segundo tras segundo su obstinación crecía. Claro que tenía que verla, definitivamente verla. Una y otra vez, ansiosamente, repasaba con la mirada los lugares que estaban a su alcance y Jenny por ninguna parte. Sin embargo la presentía cercana, de alguna manera la presentía cercana, a pocos metros, tal vez, en el jardín, probablemente, detrás de la pared que lo separaba de la terraza. Solo tenía que atreverse a salir y se atrevió: disimuladamente, se atrevió a salir y, de repente, allí estaba. Estaba el jardín, que era un remedo del paraíso y estaba por supuesto Jenny, a la sombra del orquidiario, en un chaise-longue. Estaba allí, entre las orquídeas y los filodendros, integrada al paisaje, al final de un trillo que culebreaba entre destellos de crotons multicolores y helechos verdísimos, entre begonias, petunias y hortensias y narcisos, entre caprichos y pensamientos. Estaba allí, sobre el chaise-longue de la terraza, ovillada sobre el chaise-longue, aparentemente concentrada en la lectura de un libro de cuentos para niños con ilustraciones, sumergida en el libro, dentro del libro. Era Jenny, por fin, con la cabeza inclinada, el pelo recogido en una linda cola y los lentes casi colgando, casi cayendo sobre el libro. Jamás la había visto, pero tenía cara de ser Jenny. Era imposible que no fuera Jenny. Una criatura angelical, adorable. No podía ser otra que Jenny. Incluso la Polaroid iba con ella. Siempre supo que Jenny tenía una Polaroid al alcance de la mano, en la mesita de hierro junto al chaise-longue.

El encuentro le produjo un segundo deslumbramiento y a partir de ese momento las ideas se le cruzaron y ya no supo qué hacer, aparte de convertirse en estatua de sal. No se percató del momento en que Jenny levantó la cabeza y lo encuadró visualmente, con una mirada opaca, sin la menor sombra de interés. Cuando Carlos logró balbucear una primera especie de saludo, Jenny había bajado la cabeza y estaba de nuevo sumergida en el libro. Riverita se lo había advertido. ¡Qué bochorno! Jenny es loca, por no decir excéntrica, maleducada. A lo mejor ni te saluda. ¡Qué bochorno, Dios mío, qué bochorno! Entonces Carlos fingió interesarse por las flores, distrayendo el engorro y rumiando por dentro contra la riquita presuntuosa y maleducada. En eso notó que Jenny apuntaba la Polaroid contra su efigie almidonada, clic, y al cabo de un minuto -contemplando la foto-, se echó a reír sin motivo aparente, con una risa desangelada que no era de burla ni nada parecido, una risita tonta, sin sentido.

Tomó otra foto y volvió a reír, con aquella risita hueca, interminable, luego otra foto y volvió a reír, volvía a tomar fotos y volvía a reír, después más fotos riendo sin parar.

Carlos permanecía de pie, sin moverse, estupefacto. En principio pensó que Jenny se burlaba de él. Poco a poco sintió que una especie de terrible pesadumbre lo invadía. Empezaba, a su pesar, pesadamente a entender, angustiosamente a entender lo que no quería permitirse entender.

“Pero Jenny es loca”, había dicho Riverita. Y comprendió que lo había dicho literalmente. La adorable Jenny, la Jenny angelical, era sin duda una muchacha excepcional. La dulce Jenny, “la razón perdida”, tomando fotos y babeando estaba, riéndose con aquella risita interminable cada vez más estúpida y aguda que ahora le taladraba la conciencia, le taladraba los sentidos, lo hundía en un mar de conmiseración, mientras las lágrimas brotaban copiosamente, rodaban copiosamente por sus mejillas…

3/07/2007-11/12/2014
Como la brisa que la sangre orea / sobre el oscuro campo de batalla, / cargada de perfumes y armonías / en el silencio de la noche vaga. / Símbolo del dolor y la ternura, / del bardo inglés en el horrible drama / la dulce Ofelia, la razón perdida, cogiendo flores y cantando pasa.
GAB, “Rimas y leyendas”.

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