Jerusalén, la paz que nunca ha tenido

El destino de Israel quedó definitivamente marcado en sus años de formación por la segunda gran ola de inmigrantes, llegada a los puertos de Palestina entre 1906 y 1914.

El destino de Israel quedó definitivamente marcado en sus años de formación por la segunda gran ola de inmigrantes, llegada a los puertos de Palestina entre 1906 y 1914.“Mientras en lo profundo del corazón palpite un alma judía, y dirigiéndose hacia el Oriente un ojo aviste a Sión, no se habrá perdido nuestra esperanza; la esperanza de dos mil años de ser un pueblo libre en nuestra tierra: la tierra de Sión y Jerusalén”. (Hatikva, himno nacional de Israel).

Alrededor de la crisis del Oriente Medio, de sus orígenes y causas, se han tejido muchas falsedades, perpetuadas por el tiempo y la ignorancia. Ninguna contribuyó a distorsionar tanto la realidad, como aquella de que la creación del Estado de Israel fue el resultado de una especie de conspiración del oro judío.

Contrario a esa creencia, en ciertos círculos generalizada, la verdad es realmente otra. En sus inicios, los israelíes debieron superar innumerables limitaciones, producto de su pobreza. Israel es, esencialmente, una labor de pioneros. Las diversas olas de inmigrantes europeos llegados a Palestina desde la segunda mitad del siglo XIX estaban formadas, en su mayoría, por toscas y paupérrimas familias sedientas de libertad y pletóricas de idealismo.

Las comunidades ricas de judíos nunca mostraron demasiado entusiasmo por la idea de un regreso a la tierra prometida. Al igual que los grupos religiosos ortodoxos, que sustentaban la esperanza de un retorno a Sión por virtud de un mandato divino y por el esfuerzo de los propios judíos, los hebreos pudientes de la Diáspora rechazaban, por instinto o en forma militante, el proyecto de un Hogar Nacional en la tierra de sus antepasados como una idea peregrina.

El Congreso de Basilea, a finales del siglo XIX, agregó muy pocos argumentos al ánimo de esas comunidades, dispersas por todo el mundo. Los proyectos de Theodoro Herzl, padre del sionismo, alentaron básicamente el espíritu de los jóvenes y de los judíos pobres cansados de la discriminación y de los vientos de antisemitismo que se abatían por la mayor parte de Europa.

La mayoría de ellos huían de los pogroms o escapaban de las numerosas demarcaciones judías, que limitaban la vida de las comunidades hebreas a los estrechos perímetros de ghetos en la Rusia zarista y otras naciones del Este europeo. Eran pioneros en busca de libertad, sosiego y un pedazo de tierra. Palestina era el destino natural e histórico, porque allí estaban sus raíces. En las antiguas murallas de Jerusalén y en todos los rincones de esas tierras bíblicas, la presencia y tradiciones judáicas habían logrado sobrevivir a la crueldad de extraños conquistadores al paso de los siglos.

Siempre habían alentado en sus oraciones y en sus escritos, el anhelo de un retorno a la tierra que seguían considerando como la suya por 2,000 años de dispersión, matizados por cíclicas olas de vandalismo antisemita.

El destino de Israel quedó definitivamente marcado en sus años de formación por la segunda gran ola de inmigrantes, llegada a los puertos de Palestina entre 1906 y 1914. Ninguna ejerció una influencia tan decisiva y perdurable sobre el carácter de la futura nación como esa segunda aliyha. No eran numéricamente muchos. Eran escasos sus recursos. Y muy pocos de entre ellos estaban animados verdaderamente por un espíritu pionero. Sin embargo, lo que es hoy el moderno estado de Israel lleva la marca de ese puñado de hombres y mujeres. En su libro La rebelión judía, Jacob Tsur, dice: “Gracias a ellos muchas ideas y estructuras específicas han subsistido hasta nuestros días: las nuevas formas sociales, el espíritu de cooperación la austeridad elevada al rango de virtud, el culto del trabajo y el respeto por el trabajador, un celo irreductible en la persecución del objetivo.”

Como en muchos de sus lugares de orígenes se les prohibía a los judíos trabajar la agricultura y ejercer otros trabajos dignos, los primeros kitbuz fueron obras titánicas de la imaginación. Debieron vérselas con toda clase de dificultades: la escasez de recursos, un medio hostil y una tierra árida y abandonada.

 El paludismo, el hambre y las incursiones constantes de hordas armadas, que robaban el producto de sus esfuerzos, terminó por desalentar a muchos de ellos. Pero el Israel de hoy es el legado de aquellos que se quedaron y reconquistaron con el trabajo el derecho de propiedad de una tierra de la que habían sido despojados muchos siglos atrás.

Dato
Jerusalén es una de las ciudades más antiguas del mundo, habitada por los jebuseos antes de la llegada de las tribus hebreas a Canaán a principios del siglo XIII A.C.

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