Juzgar no es un juego

Quizás sea por los años que invaden mi cuerpo, lo cierto es que mientras más envejezco, menos trato de juzgar la conducta humana, salvo que sea para algo positivo, que promueva el bien y el desarrollo de alguien. Uno aprende que ninguna…

Quizás sea por los años que invaden mi cuerpo, lo cierto es que mientras más envejezco, menos trato de juzgar la conducta humana, salvo que sea para algo positivo, que promueva el bien y el desarrollo de alguien.

Uno aprende que ninguna verdad terrenal es absoluta, y que ser radical sólo afecta nuestro buen juicio y perjudica nuestra paz. Debemos respetar las diferencias accidentales que todos tenemos, que por el hecho de ellas existir nadie es superior a nadie.

Hace tiempo fui juez de los tribunales de la República. Recuerdo que cuando me llegaba un caso, trascendente o no, pensaba: ¿Y quién soy para establecer quién es culpable o inocente? ¿Acaso tenía condiciones extraordinarias para en un santiamén certificar de qué lado estaban los principios? ¿Y si me equivocaba, como me sucedía en otras áreas menos importantes? ¿Y si el día del juicio yo no estaba concentrado o tenía, como persona al fin, algún problema o cierto prejuicio inconsciente contra una de las partes o a favor de ella?

Sabía que mi decisión podía ser determinante en la vida de un trabajador y de su familia, o que tal vez era el motivo para que un pequeño negocio quebrara, sufriendo así el empleador y todos los que dependían de él. En mis manos estaba el futuro de muchos.

En el estrado, y muy especialmente al momento de estudiar mi sentencia, optaba por olvidarme de las partes, de sus miradas en el interrogatorio, de los sentimientos, de los aspectos morales del caso, porque debía concentrarme en la aplicación de la ley, la que en ocasiones no necesariamente implicaba aplicar justicia, pues un tecnicismo derrumbaba los argumentos de quien yo creía que tenía la razón, lo que era aún más doloroso. Me aturdía pensar: “debo darle ganancia de causa a este señor, y no lo merece”.

A pesar de estas meditaciones jurídicas y filosóficas, las que trataba de llevar a la práctica, donde la buena fe guiaba mis pasos, sé que cometí errores al momento de valorar las pruebas y de recurrir a mi íntima convicción; sé que hubo casos en los cuales, luego de analizarlo todo mejor, que mi sentencia no fue la adecuada, que me equivoqué. Y eso me llegaba hondo, aunque siempre busqué tener un caparazón en mi corazón.

Por ello, trato de evitar a los que se consideran superiores, a esos que juran que lo que expresan es palabra de Dios, aunque lo hagan sin ánimo de dañar, porque de autoengaños está repleto el mundo. Seamos humildes y tolerantes en nuestras misiones, y seamos prudentes al juzgar al prójimo, pero firmes al hacerlo con nosotros mismos. Juzgar no es un juego.

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