Una de las más notables realizaciones del numen de Rueda es “El ojo del presente”, un pluralema mecánico, mecanicista, porque también la mecánica se integra o pretende ser integrada en el ámbito escénico del pluralismo, junto a la música y el álgebra.

Aquí encontramos una especie de vástago o “tirilla de papel” que se articula a una doble ranura en la página 78, y permite un movimiento fálico, de adelante hacia atrás y viceversa, mediante el cual es posible avizorar la palabra “hombre”. Hombre y hombre, falo y falo. Un ideal estético.

Pero la pieza fuerte del libro es “Canon ex unica”, un pluralema perverso, endiabladamente perverso, y escatológicamente ejemplar, sin duda. Es, quizás, la obra maestra del maestro del pluralismo, la mejor y la peor. En esta ocasión Manuel Rueda prescinde de la parafernalia visual y superflua del pluralismo, y  elabora un pluralema “limitado a su eficacia meramente sonora”, muy sonora, o sea, “un pluralema abstracto y fonético”.[1]

Ahora el texto de Rueda  se construye, se concentra y se sustenta en un juego intrincado de palabras que siempre ha sido su fuerte. Juego de palabras que se abre ocasionalmente al entendimiento y permite descifrar ciertas claves terribles. “Canon ex unica” se reduce a una embestida rencorosa, aviesa, una emboscada impúdica contra personalidades de las letras dominicanas que simplemente ignoraron, criticaron, se mostraron ajenas o indiferentes al pluralismo o no le rindieron culto al maestro ni reconocieron, por tontos o ingenuos, el genio de su genial creación.

El pluralema se abre con una especie de invocación, salutación homérica a las musas, en el más despectivo sentido de la palabra, y la primera musa (presumiblemente), la primera víctima es Ramonina Brea de Céspedes, alias Monina: “analiza la mona lisa/ se viste de seda y lisa se queda/ y mona se queda”. Después le toca el turno al feliz consorte, Diógenes Céspedes: “se hizo en el césped/ buscando su pedo con su linterna”. Lo que sigue a continuación deja de ser gracioso y se convierte, a ratos, en un diluvio de imprecaciones soeces: “(vicio visible : pedorrea fonomatorroidea/ lapsus culingüe por irritación/ ventrílocua)”. El poetiso arremete como toro, ciego de ira, sin reparar en honras ni reputaciones. Difama, injuria, hiere. El texto asume en pleno la dimensión escatológica, y es tal la riqueza cloacal, excrementicia, que el propio autor  sale embarrado.

Lo curioso del caso es que en las pocas páginas que cubre este glorioso engendro, Manuel Rueda no parece advertir o sufrir sus contradicciones, o bien prefiere ignorarlas por vía del descaro. Su propia mordacidad lo traiciona, lo delata, lo envenena, lo pierde, lo desnuda, lo deja en cuatro patas, “en veinte uñas”, como diría y dijo el poeta Jóvine Bermúdez a propósito de otro personaje de nuestras letras.

Para zaherir a la gentil Doña Marianne de Tolentino, juega golosamente con el apellido, lo trabaja, lo desdobla, lo traduce de paso a golosina, lo traduce a tolete -miembro viril entre nosotros-, boccato di cardinale para el poeta gay, y comete de paso harakiri.

A la dulce Aída Cartagena Portalatín, la de “Una mujer está sola”, le dedica una andanada brutal: “porta la lata y el lote/ y enverdiabla su latín (…) ¡pardiez qué cacha!/ rompe la bacinilla si se agacha”. Más adelante añade: “monstrua que menstrua”, aunque seguramente por envidia. A Víctor Villegas y Abelardo Vicioso les reserva y obsequia una parrafada inmemorable: “caín que de villa llega/ con abe el lerdo y el tardo/ (k b en k de kamarada este cadáver)”.

A Federico Jóvine Bermúdez lo celebra en términos agropecuarios: “pilodoro que sueña el vermudín/del jobo vine”.

Los ojos se le van detrás de Tony Raful, “fermoso onán”, cuyo nombre compone y descompone graciosamente: “aul bedul ceful turul/ rato de rata en abedul”. En el colmo de la infamia, para agredir a Abel Fernández Mejía, irrespeta la memoria de la madre, Abigail Mejía, autora, entre cosas de una novela llamada Sueña pilarín. A ella le llama “mejigalla”: “mejigalla del pil ar in”.

El escándalo y la indignación llegaron por supuesto a la prensa. De hecho poco faltó para que Manuel Rueda no fuese desplumado o baleado en un lance e incluso llevado a los tribunales.

José Israel Cuello, el entusiasta editor de la preciosa edición de quinientos ejemplares de la obra, que quizás la había leído sin entenderla o sin medir sus alcances ni consecuencias, probablemente insultado en su inteligencia, la recogió y mutiló, a excepción de ciertos ejemplares como el mío (¡je, je!) que valen un Perú. Tanto bastó para que desde un diario de criterios radicales, El Caribe, una voz autorizada desautorizara al mutilador en nombre de la libertad de expresión.

Emisoras de radio y televisión, suplementos literarios y mentideros de patio participaron de lleno en la polémica y el país se llenó de voces, cartas abiertas y cerradas, incidencias públicas y privadas. Rueda se defendió con genio, por supuesto, que le sobraba, argumentando inocencia en cuanto a los términos procaces que se le atribuían por mal entendimiento. Desde su despacho en el Listín Diario, el decano de la prensa nacional de aquel entonces, Don Rafael Herrera, respondió a la falacia con palabras precisas y solemnes y a mi juicio lapidarias:

“Nosotros vemos un gran porvenir en la literatura cloacal, como una rebelión contra la moral pequeño-burguesa.

Creemos en la libertad de todas esas exploraciones del espíritu, pero ¿está uno obligado a que lo embadurnen con el producto, con el tesoro ganado en esas exploraciones?” [2]

A eso se reduce un poco el pluralismo de Manuel Rueda. Escándalo, infamia, injuria y un par de poemas maricómicos. El terreno quedó abonado, claro, con estiércol.
(De Memorias del viento frío).

Fuentes:
[1] Manuel Rueda, “Lecturas a un cánon”, Listín Diario, 1975, (¿?).
[2] Rafael Herrera, “Literarias”, editorial de Listín Diario, 1975. (¿?).                        
Pedro Conde Sturla es escritor
[email protected]
http://www.scribd.com/Pedro%20Conde%20Sturla

Posted in Sin categoría

Más de

Más leídas de

Las Más leídas