La pena de muerte, pena capital o ejecución como instrumento del Estado para castigar los denominados “delitos capitales”, se mantiene vigente en países y culturas.
En Europa sólo sobrevive en Bielorrusia; en América, en Estados Unidos y Guatemala, y en algunos países del Caribe, como Cuba, pero la mayoría no la aplica.
Predomina en varios países de Oceanía, en la inmensa Asia, como en Japón, India, Vietnam, China, Corea del Norte, Irak e Irán, etcétera. Pero cada vez cobra más vigor el repudio a ese recurso para castigar crímenes horrendos.
En República Dominicana, el artículo 37 de la Constitución consagra el derecho a la vida como “inviolable desde la concepción hasta la muerte… La pena de muerte, en ningún caso, no podrá establecerse, pronunciarse ni aplicarse”.
Aunque el derecho a la vida está consagrado en nuestra Carta Magna, en la práctica ha estado muy degradado. Varias son las vías que conducen al clima de deterioro.
La delincuencia criminal constituye el primer factor de devaluación del derecho a vivir, a vivir en paz y seguridad.
El predominio de los criminales ha tornado inseguras las calles y campos. El narcotráfico, que es un crimen global, es un causal de violencia.
La delincuencia común, organizada, le agrega otro componente a ese panorama. Combinados, encuentran un caldo de cultivo en la gran inequidad social.
Hemos visto la ineficacia de las políticas públicas y peor aún, cómo estructuras de control son permeadas por la criminalidad. Un panorama francamente desolador para la población. En el otro extremo, una tendencia en los aparatos represivos a los excesos que siempre conducen a pérdidas de vidas.
Y así, en un país donde no existe la pena de muerte, predomina un régimen de ejecuciones extrajudiciales, mucho peor que donde la pena capital está reservada institucionalmente al Estado.
Vivimos en una recurrente tragedia. l
