En los últimos meses, en América Latina el balance del poder político ha sufrido cambios tanto por el reemplazo como por debilitamiento de algunos gobiernos de izquierda. En parte esto se ha debido a la crisis económica por la que atraviesa la región vinculada al desplome de los precios de las materias primas. Ello ha afectado significativamente la actividad económica y las finanzas públicas de varios países.
Pero también se ha debido a las dificultades que han enfrentado algunos de esos proyectos asociados a los conflictos en los que han estado envueltos, y en algunos casos, a los persistentes desbalances macroeconómicos que han devenido en mayor inflación, menor crecimiento y aumento del desempleo.
Este rebalanceo de poder amenaza con revivir un viejo debate: el de los roles del Estado y del mercado en la economía, un debate que debía de haber sido superado en una buena parte. Las lecciones aprendidas de las experiencias desarrollistas y de industrialización vividas desde fines de la Segunda Guerra Mundial hasta fines de los setenta, y aquellas derivadas de las casi dos décadas posteriores de liberalización, apertura y retracción del Estado debieron haber contribuido a forjar una perspectiva menos ideologizada sobre las ineludibles responsabilidades del Estado en el esfuerzo de desarrollo, y del rol de los mercados como espacios de interacción económica entre personas y empresas.
Sin embargo, el incremento en el poder relativo de fuerzas políticas con intereses contrarios al activismo público en la vida económica seguramente vendrá aparejado del avance de viejas propuestas de políticas que apuntan hacia una ampliación del rol de los mercados, y a una mayor liberalización y una menor participación del Estado en la economía. Después de más de una década de crisis y retroceso de esa visión alimentada por la pesada herencia de exclusión de las políticas neoliberales, la fe en los mercados amenaza con volver.
En ese contexto es pertinente recordar por lo menos cuatro cosas. Primero, que los mercados son espacios de libertad, y como tales merecen ser protegidos. Esto no implica defender al capitalismo, porque los mercados han existido desde hace siglos y tampoco que se reclame que los resultados del mercado son superiores a cualquier otro mecanismo de relacionamiento económico. Como argumenta Sen, los mercados tienen un valor fundamental, por encima de cualquier otro que se pueda reclamar: el de la libertad.
Segundo, cuando son competitivos, los mercados tienden a tener resultados deseables porque la competencia hace que nos esforcemos para sacar máximo provecho de lo que tenemos, por ejemplo, produciendo con más calidad y menor precio y costo, de lo cual toda la sociedad se beneficia. Este es el conocido argumento de Adam Smith.
Tercero, a pesar de lo anterior, el desbalance de poder en los mercados puede tener resultados socialmente desastrosos. Esto echa por la borda los resultados deseables mencionados arriba y obliga a una intervención correctora del Estado para evitar que los recursos o los mercados se concentren, y/o que se abuse del poder de mercado.
Cuarto, hay bienes y servicios extremadamente importantes que, dejados al mercado, no se producirían o lo harían en cantidad insuficiente, afectando negativamente al resto de la economía y al funcionamiento mismo de los mercados. Son los casos de la salud pública, la educación, la justicia y la seguridad pública, y la infraestructura pública. De allí que la producción del Estado sea crucial para que la producción en el mercado ocurra pero además para poder vivir en una sociedad con un mínimo de cohesión.
Quinto, en los mercados se producen bienes “malos” como la contaminación o las armas, u otros de alto riesgo para la vida como los alimentos, o para el bienestar como los instrumentos financieros engañosos. En esos casos, el rol regulador y protector del Estado es vital.
Sexto, hay iniciativas económicas que son de alto impacto económico y social, y vitales para que muchas otras fructifiquen pero que, en fases iniciales, no serían emprendidas por los agentes privados debido a su alto riesgo y baja rentabilidad. En esos casos, el emprendimiento público o el tratamiento especial y diferenciado por parte del Estado es la única vía para impulsarlas.
En síntesis, hay que evitar la condena a priori de los mercados y reconocerle su valor intrínseco. Pero simultáneamente, hay que reconocer los riesgos y problemas que éstos entrañan y que el Estado tiene el ineludible deber de enfrentarlos. Los actos de fe no caben.