Los ritos ancestrales (1 de 3)

En su lecho de enfermo percibió la llegada del cura, el rito de la unción, la extremaunción, y aquellas formas difusas que se agitaban como fantasmas de su mala conciencia, sobrevolando el escenario por encima de las cabezas de sus parientes. Ninguno&#

En su lecho de enfermo percibió la llegada del cura, el rito de la unción, la extremaunción, y aquellas formas difusas que se agitaban como fantasmas de su mala conciencia, sobrevolando el escenario por encima de las cabezas de sus parientes. Ninguno parecía percatarse de esas presencias ni parecía escucharlo por más que hablaba duro y claro, y ya de tanto hablar se iba quedando ronco.

El derrame, o lo que fuera esa cosa que había oído en boca del médico y luego repetida en boca de todos los demás, lo había dejado tieso, reducido a una estatua, con los ojos vidriados, la lengua estropajosa, pero con un inmenso ruido por dentro y multitud de imágenes. Podía gritar sin mover los labios y gritaba a pleno pulmón, pero nadie quería escucharlo. Allí estaban sencillamente los parientes, cuchicheando, ciegos y sordos, sin obtemperar a sus reclamos, sólo atentos a su posible deceso, atentos a sus despojos, como aves de rapiña.

Cerró los ojos para desentenderse de aquella situación absurda, o quizás ya los tenía cerrados, y dejó que el pensamiento vagara a otras regiones. Evocaría, sin proponérselo, la imagen de su infancia en Galicia, el pueblo miserable –más paraje que pueblo-, la casa miserable, la ropa miserable, el mísero viaje en barco con sus padres, el vómito, el mareo. Felizmente la isla, la llegada a una urbe luminosa como no conocía en su lugar de origen, con varios miles de habitantes y algunas calles asfaltadas y otras empedradas. Fue el inicio de una época heroica en Santo Domingo, época de grandes privaciones y estrecheces, con jornadas de catorce horas al frente de un colmado en la avenida Mella, año tras año de extremada porfía, hasta que al fin, poco a poco, el bienestar, no la fortuna, empezó a sonreírles.

Un par de lustros después habían superado con creces la barrera material de la pobreza, pero la otra pobreza, la pobreza espiritual, sus padres no la superarían jamás y él la superaría sólo en parte. Ellos seguirían siendo pobres de espíritu por el resto de sus vidas, mental y espiritualmente pobres.

Los cuantiosos bienes de los que serían dueños se adueñarían de ellos y desde entonces nada más vivirían para acumular. Acumular por acumular, a eso redujeron y rebajaron el sentido de la existencia. Gastar dinero –incluso en lo indispensable-, no era una opción. Vivían, de hecho, en una austeridad tan espartana que carecían de muebles, de cosas tan elementales como camas y sillas, apenas un par de taburetes de madera frente al mostrador. El mostrador servía como escritorio, servía como mesa para comer y servía como lecho para dormir.

Allí dormían, en fila, uno a continuación de otro, con él de por medio, sin colchones, sin almohadas, sin sábanas y otras cosas superfluas, prudentemente separados para evitar tentaciones y el peligro de otro hijo que era un lujo demasiado costoso. El mundo en que habitaron durante años giraba en torno al mostrador.

De modo que el muchacho rico se crió siendo pobre. Pobre nadando en oro, y además solo, sin hermanos, sin primos.

La alimentación -a base de sopitas aguanosas, sobritas de queso y salchichón, huesos de jamón con arroz blanco o papas hervidas en un anafe de hojalata-, no compensaba por supuesto las duras jornadas de labor y el muchacho se atrofió, apenas se desarrolló y creció poco, y fue siempre esmirriado y debilucho.
Si asistió a la escuela fue porque la educación era gratuita y obligatoria hasta el octavo grado, y aun así los padres veían con malos ojos aquel derroche de dinero en uniforme, zapatos y cuadernos, por no hablar de los gastos de transporte que muchas veces se ahorraban haciéndolo ir a pie a las clases, y en ayunas, porque el Estado en esa época proveía el desayuno escolar.

Era tan desaseado que en algunas ocasiones no le permitieron la entrada a la escuela y lo enviaron de regreso a la casa. Los padres, que criticaban acremente el vicio del baño -ese mal hábito de los dominicanos de ducharse hasta dos veces por día-, se plegaron de mala gana a las exigencias sanitarias del sistema, y del baño semanal con briznas de jabón de cuaba se pasó al baño interdiario, una experiencia espantosa para el muchacho, y un poco también incómoda para los padres que aceptaban con mal disimulada resignación aquella necedad, cosa dañina además. Y además un desperdicio: el de toda aquella espuma perdida en el caño del desagüe.

El coro de parientes rezando el Ave María purísima sin pecado concebida le produjo un sobresalto y abrió los ojos, espantado, y mandó a callar y callar, qué obstinación, pensó, qué obstinación, María, Dios te salve, María, llena eres de gracia, no se callarían nunca y el Señor es contigo. Las mujeres, sobre todo las benditas mujeres entre todas las mujeres no se callarían y bendito es el fruto de tu vientre, ¡Jesús, qué obstinación! ¿Por qué no se callaban de una vez o rezaban algo alegre?, no esa cosa lúgubre.

Él se sabía otra versión, muy cómica, que había aprendido en la escuela y ahora la estaba diciendo a gritos para que todos la oyeran y las voces se mezclaban, María, Dios te salve María, Dios te salve gallina, llena eres de plumas y bendita tu eres, si te agarro, gallina, no te dejo ninguna. A callar, a callar, por el amor de Dios, cállense ya.

Al terminar la primaria sus padres lo sacaron de la escuela para inscribirlo de nuevo en la universidad de la vida, el colmado a tiempo completo. No pasó mucho tiempo sin que tuviera en sus manos las riendas del próspero negocio, pero el colmado no colmaba sus aspiraciones, había otra vida después del colmado, un mundo de posibilidades y realizaciones que los padres no podían imaginar. Era necesario actuar con prudencia, eso sí.

Los tiempos aconsejaban prudencia. Santo Domingo había pasado a llamarse Ciudad Trujillo y  había que rendir pleitesía al tirano y mantener al mismo tiempo un perfil bajo. Cualquier ostentación de riqueza podía despertar la codicia del hombre fuerte, que no era poca, sobre todo si se trataba de tierra y ganado. Un terrateniente del sur, uno de los hombres más ricos del país, se negó a venderle sus propiedades a precio de vaca muerta y pagó la negativa con el despojo de casi toda su fortuna, un hermano muerto, el exilio, y más tarde la vida de un hijo en una expedición armada.

La familia del muchacho, que ya comenzaba a ser hombre, tenía desde luego el amparo de la ciudadanía española, sin mencionar el hecho de que Trujillo y Franco (el Generalísimo dominicano y El Caudillo de España) eran uña y carne, al menos en apariencia, porque los tiranos, como los pavos reales, se envidian entre ellos y cada uno trata de lucir un plumaje más vistoso. A él y su familia no podían tratarlos como a los criollitos, a menos que no siguieran los pasos de unos refugiados ingratos que sirvieron diligentemente al mandamás durante una estadía de varios años en el país, y luego marcharon al extranjero y se convirtieron en críticos acérrimos sin sospechar siquiera remotamente que allí los alcanzaría el odio, la venganza, el largo brazo de Trujillo. A uno lo asesinaron en Méjico, pero el otro no tuvo tanta suerte. Lo raptaron en las inmediaciones de la Universidad de Columbia de Nueva York y se lo trajeron empaquetado a la bestia.

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