Los trazos del sueño

La memoria es naufragio taciturno, visaje de silencios. Tan sólo un ademán y una melancolía. El recuerdo es apremio de palabras que nadie dice.

La memoria es naufragio taciturno, visaje de silencios. Tan sólo un ademán y una melancolía. El recuerdo es apremio de palabras que nadie dice. Debió existir. Ella debió existir. Con su cigarrillo en la comisura izquierda de la boca. Con su abandono en el extremo derecho del alma.

Es temprano. Tan sólo el rosicler da luz a la manigua. Fulgor anaranjado e insistente, que se filtra entre los árboles y dibuja imprevistos volúmenes de sombra. El cielo prematuro estalla en una mácula de pájaros madrugadores. La tierra está mojada. Una lluvia temblorosa salpicó la noche de emociones confusas, de rumores hirientes.

El puñado de hombres ha recorrido un camino largo, y ahora se detiene a la vera de un roble mohoso. Hay ocho con uniformes, con botas, con fusiles. Los otros son dos: descalzos, con la ropa marchita y las manos ensogadas en la espalda. Son dos miradas: una de piedra y una de espanto. Los del pelotón, desatentos, acaso no lo advierten. Una rara luminosidad de tragedia envuelve aquel paisaje tempranero.

 —¿Quién eres? ¿De dónde vienes?
 —Soy Susana. Nací en el Este y ahora vivo aquí, en la capital.
—Hay claridades que despiertan en tu frente. Hay claveles que madrugan en tu boca. ¿Algún hombre en tu vida?
—Estoy soltera.
—¿Qué edad tienes?
—Veinticinco años.
—Hermosa. Eres ilimitadamente hermosa.
—Gracias. Es una galantería.
—No pareces real. Quizá seas la hechura de mi deseo.
—¿Me brindas un whisky?
—Claro. Vengo a este sitio a pastar la alegría, a tascar el alborozo. ¿Acaso me temes?
—No sé quien eres, pero no inspiras temor. Pareces un hombre bondadoso, un hombre manso.
—Soy aquel que siempre te buscó. Aquel que definitivamente te encontró. Eres mi triunfo, mi laurel, mi puntual recompensa.
—Se me antoja creer que eres muy romántico.
—Deseo tocarte, pasar los dedos por tu boca, por tus ojos, por tu cuello. Tienes una gracia inasible y quebradiza, como de espiga, como de ave.
—Me abruman tus palabras.
 —Es un milagro que estés sola, sentada en este bar. Háblame de ti, de tu pasado, de tu vida.
—Prefiero que conversemos de otras cosas. Mis recuerdos son muy tristes. Mi pasado es una sucesión de desdichas.
—Necesito saber quién eres. Conocer de tu existencia, de tus motivos.  
—La historia es larga. Crecí con mis abuelos. Soy huérfana. Mi madre murió al alumbrarme. De mi padre supe muy poco. Siempre fue él una ausencia, un alejamiento, una distancia. Tan sólo tres o cuatro veces lo tuve cerca. Se llamaba Manuel. Recuerdo que me estrechaba entre sus brazos mientras cantaba en voz baja. Era tibio y era bueno. Hablaba con tono grave de cosas que yo apenas entendía. Tenía los ojos repletos de pájaros. Tenía amigos. Tenía fe. Me cuentan que soñaba despierto. Soñaba leyendas, soñaba redenciones, soñaba libertades. Viajaba, se escondía, desaparecía, huía. Su vida era un largo camino hacia la ilusión. Un día se fue a la montaña. Eran doce. Con utensilios ligeros. Caminaban de día y de noche. Se arropaban con las hojas. Dormían en el suelo. Comían lagartos y raíces. Ellos luchaban o creían que luchaban, y tan sólo sobrevivían. El enemigo era impalpable, incorpóreo, incierto. La vida se gastaba en aquel ir y venir sin tregua. Un día, entonces, ellos subieron a la montaña para buscar a los doce sublevados. Los rastrearon, los persiguieron, los encontraron. Se dice que diez murieron en combate, con los cuerpos acribillados. Dos sobrevivieron. Uno de ellos era mi padre. Fueron presos. Los fusilaron. Después cavaron un agujero y allí pusieron sus cuerpos. Nunca aparecieron los cadáveres.
 —Estoy perplejo. Tu relato me llena de melancolía. Me empapa de tristeza.
—Eso ocurrió hace muchos años. Lo contó un militar que estuvo en la ejecución. Dijo que mi padre miraba hacia arriba, hacia las copas de los árboles, con la frente alumbrada de ensueños.
—¿Acaso sueñas tú como tu padre?
—No sueño. Soy realista. He borrado aquellos recuerdos, aquellos fantasmas. La de mi padre es solamente una memoria difusa. En realidad lo conocí muy poco. Sé que me quería, pero él amaba más su obcecación, sus delirios. No deseo sumergirme en el pasado. Amo la vida y deseo vivirla enteramente.
 —¿Quieres un cigarrillo?
—Sí, gracias.
El oficial se acerca. Es la hora. ¡Formen filas!. Entre las hojas revolotea un airecillo de otoño. ¡Preparen armas!. Absorto, uno mira hacia lo alto. El otro, con los ojos en el suelo remojado. ¡Apunten!. El silencio está hecho de palabras secretas y luminosas. ¡Fuego!.
—Fumas con mucho donaire, con una gran elegancia.
—Es un truco. Me lo enseñó una amiga colombiana. El cigarrillo debe llevarse con la mano derecha hasta plantarlo en la comisura izquierda de la boca. Ella dice que así se fumaba en las películas de los años 40.
—¿Bailamos, Susana?
—Claro que sí. Me encanta.
Lo que se siente en el pecho es un golpe furioso, un choque indomable que te empuja hacia allá, que te lanza al vacío, hasta que tu cuerpo se estrella con el roble mugriento. Ahora estás muerto, con la cabeza torcida y los pies en una contorsión improbable. El espacio de tus ojos aún abiertos es un cansancio de nubes de donde escapan bandadas de colibríes.

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