Las ciencias económicas, políticas, sociales, tecnológicas y de cualquier otra disciplina, no podrán por sí solas solucionar los problemas que afectan a la sociedad actual. No es un problema de los gobiernos, de los jueces, de los legisladores, de los maestros por más calificados que sean; tampoco basta con inventos o elaboración de nuevas leyes y teorías, planes estratégicos ni alianzas.
Para solucionar los problemas de convivencia que tenemos hoy, por lo menos en la población adulta y activa, es necesario partir de una reflexión profunda sobre los valores que nos inspiran, sea cual sea la disciplina en que nos
desenvolvemos. Es similar a lo que ocurre cuando abordamos un avión y nos dan las instrucciones para ser aplicadas en caso de accidentes; indican que cuando caigan las máscaras de oxígeno, debemos colocarnos las nuestras primero, antes de intentar ayudar al pasajero de al lado, aunque sea su madre o hijo. Esas instrucciones, si se obedecen, tal vez en 30 segundos todos tendrían sus máscaras colocadas y con altas probabilidades de salvar vidas.
Me refiero a que antes de querer normar el comportamiento ético de los demás, debemos reflexionar sobre los valores éticos que nos inspiran a cada uno de nosotros en lo personal. Como la máscara de oxígeno en el avión: los nuestros primeros y luego trabajamos por los de los demás.
Reflexionemos en qué se inspiran esas leyes que preparamos y sometemos al Congreso; esos reglamentos y normas que tenemos en nuestros espacios laborales, públicos o privados; ¿cuáles son esos valores que inspiran mis decisiones y acciones? Necesitamos lucidez y conciencia clara para reconocerlos, de manera que se constituyan en la columna vertebral de nuestras acciones. Solo así estaremos aportando para la construcción de una sociedad más justa y solidaria.