Palabras de presentación de la novela Confesiones de un guionista

Aquel escritor recibe el encargo de armar un libreto destinado a la venganza. El producto es una furibunda convivencia de seres genuinos y entes irreales,…

Aquel escritor recibe el encargo de armar un libreto destinado a la venganza. El producto es una furibunda convivencia de seres genuinos y entes irreales, trabados por el mito y la tragedia. Asesinatos rituales y odios infinitos se sobreponen en un bacanal caribeño poblado de Ménades y Sátiros y Silenos, con música de Mozart y guaguancó. Realismo mágico, literatura de lo absurdo y anatema existencial definen los trazos mayores de esta novela de Marcio Veloz Maggiolo. Acaso la primera muestra de postmodernidad en la literatura dominicana.

Les agradezco su entrada al bautizo de esta ficción, a la ceremonia de este ditirambo de furia y decadencia.

Seré breve. Llámenme Iván Claudio Halperinghi. Soy escritor y estudié cine en la Academia Ícaro, en París. Me han encomendado un guión sentenciado a conjurar flaquezas, a deshacer amores primordiales, a sembrar de vuelos algún ángel exterminador. No sabría cómo explicar tal elección. Quizá fuera porque algunos entienden que aprendí la vida en cada resquicio, en todo meandro de ese río incansable y frenético del sueño.

Como imaginarán, puedo leer el hígado de las aves y he bebido sangre de cabra viva. Soy capaz de invocar a los espíritus de los marasa, a San Nicolás, a San Cosme, a San Damián y a Santa Clara. Cuando el mito se embadurna con aceite de culebra y corre desnudo con la libídine enarbolada por los callejones de Villa Francisca y Ciudad Nueva, en ese punto me alzo y, como Orfeo, canto y domestico los instintos feroces, humanizo las bestias, calmo los vientos, suspendo el curso de los ríos y puedo dibujar un árbol de leyenda en sus oídos azorados.

No dejo de pensar que Gus Lamar nació marchito, aunque quizás él nunca lo entendiera del todo. Su vida fue un desdoblamiento, un reflujo de caretas y androginias. Creyó ser hembra, en tanto caminaba sin prisa hacia las orillas de otra vida. Luego se pensó varón en un mundo de crueldades rigurosas. Ni lo uno ni lo otro. Tan sólo fue ese tapujo que él imaginó podría servirle para huir de un destino. Pero la máscara y su portador se intervienen uno a otro, y la fuerza vital condensada en la careta se apodera de aquel que está bajo su protección: el protector se convierte en amo.

Aquí están, para ustedes, mis febriles marionetas: Gus Lamar, La Mariposa, Mauri (o el Eterno), Gupta (o el Ocaso), Onfalia, Héctor, La Dulce Raquel, Claudina, La Marcela, Dioni (o el Maqui), Neptunito, la Cabra Alpina, Minos el Toro, Jean Luis, Manolo, Carlitos, Pedro René, Diasnise, Héctor (o La Gladys), las Ménades, Ariadna, Teseo, Aquiles, Apolo, Dionisos, Ifigenia, Medea, Creusa, Jasón, Circe, Antígona, Andrógino, las Náyades. Con ellas intentaré representar la vida, en un juego de soles y abismos presurosos.

Gus odiaba a Gupta, amante de Mauri, su vieja obsesión. Para él, para Gupta, Gus deseaba la muerte ética. Me busca con el propósito de escribir el guión de una película que él dirigiría, donde sería consumado el asesinato moral de El Ocaso.

Nos rondará el Ananké: el poder irresistible de leyes ciegas de la naturaleza. Para no ver nuestras propias caras, así, tendremos máscaras y seremos los otros. Como Zeus ante Danae, nos transformaremos en lluvia de oro.
Largos parlamentos escribí para Gus Lamar. Llenos de franqueza y de reflejos. Imaginé los personajes necesarios para esa trama. Pensé que lo más eficaz sería una muerte ritual, simbólica, ridiculizante, proferida en la alta voz de los mitos. Y surgieron los personajes: el “portador” de la tragedia y otras figuras menores que intermediarían en la intriga.

Dionisos, en lo alto -seguido de Sátiros, Silenos, Ménades, Basárides- preside la escena: dios niño, dios virginal, coronado de pámpanos, coronado de serpientes. ¡Evohé! ¡Evohé!

En un lento proceso, las ideas de Gus cambiaban y, cada vez más, se alejaban de las mías. La máscara, que nunca abandonó, fue adueñándose de su vida. Lo transformaba en el personaje de otro guión que él, por su parte, escribía al mismo tiempo. Pero estaba La Mariposa: carne sinuosa, epifanía de cabaret, tentación y reto para una virilidad nunca consumada. El padre aristócrata piensa que una relación con la hetera devolvería su hijo a la vida. Y, entonces, hace suya la idea del Gus varón, del Gus fecundante en los brazos de una imprevista Sílfide, incendiada de gracia y de destrezas.

Dionisos fructuoso, lleno de aromas, portador de ambrosía, amigo de Démeter, maestro de las Gracias. Baco benévolo, Bromio deleitable, Evio inspirador, Leneo resonante…

Gus se hace dueño de La Mariposa, pero en él nunca cesa la imagen de Mauri: el Eterno, el invariable, el de los mil nombres, el escapista, el que durante decenas de años tiene la misma edad y similar morbidez. En su guión, ya distante del mío, piensa en actuar dentro de la película que él mismo dirigiría. Al final será un maquillador travesti y, más tarde, creerá que La Mariposa, decorada y ataviada de hombre por él, podría representar a uno de sus amantes. Simetrías crueles, atravesadas por un entusiasmo ebrio de trampas y de deseo.

Zagreo rugiente; Eleuterio, libertador de corazones, libertador de espíritus…
Pese a todo, el guión seguía su marcha. Y, como si me poseyera la careta de Gus Lamar, en un instante también pensé en actuar en nuestra película. Desvariaba, entonces, entre el horror y la sombra de maniquíes decapitados, entre incantaciones y el implacable hundimiento de aquella vida. En ese punto, ya había conocido a La Mariposa. Y la amé en el intervalo en que Gus se abrazaba a las raíces de su odio, cuando no tenía cavilación alguna como no fuera hacia Gupta, el Ocaso, ladrón del Eterno Mauri y de sus recuerdos. La quise, aunque ella sólo fuera capaz de querer a Gus, pese a sus argucias de varón incierto.

Padres que se comen los hijos, hijos que se enamoran de las madres, hermanas que se odian porque amaron el mismo hombre, hombres que se odian porque amaron el mismo hombre, hombres que traicionaron a otros porque amaron la misma mujer. He aquí algunos hilos del libreto con que los guiaré hacia el vehemente delirio de esta tragedia almodovariana.

Ahora todos han muerto. La película nunca se hizo. Me dicen que Gus murió acuchillado y con el cráneo roto a martillazos por Remigio, el chofer del carro de Hermes. También murió Gupta. Entonces no sé bien si sólo murieron en mi guión, ni si fue cierta la bala de Beretta que atravesó la cabeza de Gupta, mientras el Malecón era borrasca de guaguancoes.

Habrá música en la escena: de la Lupe y de Jacques Brel, de Pérez Prado y de Mozart, de Nana Moskouri y de cimarrones mandingas atabales.

También murió ella, La Mariposa. El padre de Gus la enterró en el panteón familiar, junto a un frasco en el que flotaba un objeto oscuro e inexplicable, que era el feto malogrado del nieto que ella y Gus engendraron. Ahora no sé que pensar. Me siento salir de una vasta penumbra. Tal vez, sin quererlo, toqué los límites de verdades horrendas. Acaso mis palabras le dieron existencia corpórea a unos seres que, como divinidades vencidas, sienten la náusea de obrar y de vivir.

Dionisos: dios niño, dios virginal, coronado de pámpanos, coronado de serpientes. Evohé! Evohé!

Al recordar a La Mariposa me asaltan esas vivencias oblicuas de las que hablaba Lezama. La puedo tocar al encender un cigarrillo o en el instante en que percibo fragancias de lavanda.

Dibujaremos nuestros cuerpos y seremos objetos cifrados, hipertélicos, simples tropos pertenecientes al lenguaje y ajenos a los seres y a las cosas. El mimetismo borrará los contornos y disolverá nuestros cuerpos en el sueño del aire.

Tal vez nunca más deba escribir guiones de cine. No estoy seguro. Lo pensaré calmadamente. A fin de cuentas, tan sólo soy un ademán, furtivo y gris, que se apaga en el crepúsculo dudoso. Ahora pienso en La Mariposa, y siento frío.

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