Este es un país peligroso en todo el sentido de la palabra. Peligroso por el riesgo que se corre en las calles y las casas, y por el riesgo de atreverse a debatir civilizadamente. En cualquier momento te descalifican, y si se trata de un tema “sensible”, como la persecución de las drogas, entonces pueden vincularte al bajo mundo. Es un asco y una falta de respeto permanente por las ideas, las personas, sólo porque se exprese una posición distinta sobre un asunto de interés público.
En un ambiente como ese, opresivo e intolerante, pocas personas o instituciones discuten asuntos que para los responsables directos son de su “plena y exclusiva soberanía”.
En una democracia no debe haber ninguna dependencia de la República, por más delicadas que puedan ser sus funciones, sobre la cual se pretenda imponer el silencio, que no se analice su rango de jerarquía, su modo de operación, y si fuera necesario, la capacidad de sus funcionarios.
Ni siquiera por supuestas razones de seguridad nacional, como se hacía en el pasado tenebroso, se debe admitir el silencio y mucho menos el terror, el miedo a una descalificación desde posiciones de poder. Quizás fuese más útil que se decrete la prohibición de analizar o criticar el papel de ciertas instancias públicas, pagadas por los contribuyentes, con mucho sacrificio.
Y lo peor de todo, es un peligro para la ciudadanía que se asuma que todo señalamiento sobre una determinada agencia se corresponda como una conspiración de los enemigos de la ley, del orden y de la paz.
Se trata, simplemente, de expresiones de intolerancia que no debemos aceptar por cobardía. Lo que se reclama es que los órganos del Estado cumplan a cabalidad con sus misiones, que controlen el crimen organizado y que trabajen mancomunadamente con todos los actores responsables, sin recelos ni ojerizas, bajo el imperio de la Constitución.
