Una rica, quizás inagotable fuente de ideas se ha destapado en la República sobre la inevitable “reforma fiscal integral”, que todos apoyan, sin presentar un conjunto de ideas que permitan descubrir límites, alcances y virtudes, que en casos como estos suelen ser escasas.
Ahora prácticamente todo el mundo la apoya, pero al mismo tiempo presentan propuestas que se compadecen con la zona más extendida del quehacer humano, que es el inmenso mundo de los intereses, y de manera general, aquellos muy particulares que pueden estar vinculados a las actividades de los exponentes.
La necesidad de la reforma se reconoce en la medida en que el país arrastra un déficit fiscal que aún no se sabe cómo terminará en diciembre, pero que según analistas ya ronda por encima de los 34 mil millones de pesos, en el primer cuatrimestre. Al mismo tiempo, el peso de la deuda pública no es menor de 15,782 millones de dólares, lo que plantea muchas interrogantes. Hay quienes entienden que el país ha sobrepasado su capacidad de endeudamiento, mientras otros creen que es compatible con el desempeño de su economía, en lo que coinciden técnicos de organismos multilaterales y del gobierno.
Pero en cualquier caso, las nuevas autoridades quedan con el reto de encarar esa realidad: el manejo de ese nivel de deuda, el alto déficit fiscal, la sostenibilidad del sistema eléctrico y las demandas cada vez más crecientes de la sociedad.
En conclusión, que no está en discusión la necesidad de la reforma, el centro de la cuestión es sobre qué base, sobre qué sectores, de modo que no se repita el viejo círculo vicioso de que quienes menos tienen y pueden pagan más. Y además, que la administración del Estado se sacrifique, y eso comienza por la reducción del gasto dispendioso y la cuestionable burocracia estatal.
Es importante que las próximas autoridades, si bien deben escuchar todos los pareceres, lo esencial es que su divisa se centre en palabras muy usadas durante la pasada campaña: equidad y justicia social.
