Taberna y otros lugares (2)

“El País III”, subtitulado “Poemas de la última cárcel” (“fruta negra”, como la llama el poeta), es todavía más definitorio de la poética de Dalton. Hay aquí menos brillo de lenguaje, pero quizás mayor riqueza y densidad de pensamiento

“El País III”, subtitulado “Poemas de la última cárcel” (“fruta negra”, como la llama el poeta), es todavía más definitorio de la poética de Dalton. Hay aquí menos brillo de lenguaje, pero quizás mayor riqueza y densidad de pensamiento o, por lo menos -y en virtud de las circunstancias-, mayor grado de “concentración”. El artista siempre tenso que es Dalton aporta en esta sección un documento sobre la profunda soledad del ser humano acorralado por la opresión y la injusticia. La queja del poeta encarcelado trae a la memoria -con igual intensidad del acento patético- un como eco del calderoniano monólogo de Segismundo de “La vida es sueno”:

“Y, en cualquier lugar, la ultima de las cosas hundidas o clavadas será menos prisionera que yo”.

La analogía con el personaje de Calderón es, sin embargo, superficial. En cualquier situación Dalton siempre encuentra espacio para la ironía que lo rescata de su angustia:

“(Claro, que tener un pedazo de lápiz y un papel -y la poesía- prueba que algún orondo concepto universal, nacido para ser escrito con mayúscula -La Verdad, Dios, lo Ignorado- me inundó desde un día feliz. Y que no he caído -al hacerlo en este pozo oscuro- sino en manos de la oportunidad para darle debida constancia ante los hombres.

Preferiría, sin embargo un buen paseo por el campo.

Aun sin perro)”.

El mismo ritual se cumple en el intenso poema “Preparar la próxima hora”. A decir de Armijo, en esta obra “se siente la exclamación sincera, profunda, del hombre que está solo en el mundo, rodeado por la cólera y el odio de los hombres. En esta nota de desnuda angustia, el poeta traspasa por obra y gracia de la palabra, la emoción universal de todo aquel que es víctima de la injusticia. Duelen en nuestros oídos y queman nuestro corazón los siguientes versos”:
He orado (soy Fausto) me he dado besos en las manos, / me he dicho ancianamente haciendo rebotar el aliento en un rincón helado de la /celda: / pobrecito, olvidado, pobrecito, / con la mayor parte de la muerte a tu cargo, / mientras en algún lugar del mundo alguien desnuda / bellas armas o canta himnos de rebelión que sus mujeres /prefieren a las joyas / tú escuchas marimbas de miel / después de ser escupido por un déspota de provincia, / sientes el rumor de tus uñas / creciendo contra la piel del zapato, / huelo mal (esto lo ampliaré en otra parte) / tratas de hallar una señal que diga “vivirás” / aun en una mariposa o un hato de tempestad… / Aleluya estricta, bien gritada ante las estrellas imposibles / qué bella viene de pronto la cólera: / filo inmenso, cuanto vales a mi alma, / homenaje a los sacrificados sin bellos puntos finales, / cólera, Cólera, oh madre preciosa, justa raíz de sed, / has llegado…En el patio lejano la luz del sol / será como una gata blanca, estoy acaso listo / para dejarme ver la cara en la próxima hora del agua? / Si. Pediré un cigarrillo.
  
Otros poemas como “Huelo mal”, “Mala noticia en un pedazo de periódico”,
“Permiso para levantarme”, “El 357” y “La verdadera cárcel” dan testimonio de fidelidad al mismo universo interior. En particular, el ultimo poema, “A muerte fiel a muerte convidada”, constituye un acto de fe que será punto de referencia obligatorio de la conducta del poeta:

Triste charco de luto / precisamente cuando somos / dueños de la verdad (el hombre / no es un animal extraño / es solo un animal / que ignora y que desprecia / y alcanza la verdad por la puerta del fuego)./ Triste charco de luto en pie de guerra / sin luna que se asome sin los pájaros / que recojan su dulce huella de agua/ pero por la verdad la bella/ que me jura desnuda sobre el calor del mundo/ pero por la verdad todos los lutos/ todos los charcos hasta ahogarse/ pero por la verdad todas las huellas/ aún las manchadoras las del lodo/ pero por la verdad/ la muerte/ pero por la verdad.

IV

Una infracción a la regla se produce, en apariencia, los “Seis poemas en prosa” de la sección cuarta del libro, donde el universo de Dalton luce ligeramente desviado respeto a su eje anterior. En efecto, no encontramos aquí raciones tan abundantes de los temas predilectos al paladar del poeta. Algunos retazos dispersos, sin embargo, hablan por sí solos y sin necesidad de mayores comentarios. (Aun a riesgo de llover sobre mojado, es pertinente señalar que el sexo, ironía, blasfemia y etc. están presentes en “Sueño No. 11.880”, “La mañana que conocí a mi padre”, “El te”, “Con palabras”).

Ciertamente varía la dosis, pero no el contenido. Y si algo parece desviado o torcido, es por un simple fenómeno de refracción. El dato más contundente que puede aportarse en este sentido deriva del hecho que “Seis poemas en prosa” da una especie de intuición o esbozo de una teoría de la escritura, de la escritura de Dalton. Por ejemplo, la parrafada final de “El te” (subtitulado Foto-fija) es una aproximación a su concepto del realismo:

“Hasta aquí la descripción. Y es que no nos interesa la utópica pantalla total, la pretendida representación de la realidad en que aparezca el héroe de una novela sobre presos perfilado en las páginas de un volumen que huela a orines y a comida fría y descompuesta. Perseguimos unidamente la fijación de un instante -conservándole incluso algunas de sus pequeñas convulsiones- para uso de la futura melancolía: la teoría general de la fotografía para guardapelo”.

“Con palabras”, la ultima y excelente pieza de esta sección -situada no casualmente en el umbral de ‘La Historia’ es clave para entender más a fondo la poética de Dalton. El texto pone en evidencia la preocupación del artista en relación al uso y sentido de las palabras, sus instrumentos de trabajo. “El conocimiento completo de las palabras -advierte en la primera línea- es imposible, por lo menos para la especie humana y a pesar de lo que insinúa la cibernética. No se sabe ni cómo empezar. La palabra ‘azul’, por ejemplo, bien puede ser roja o carmelita, en dependencia de estados de ánimo, condiciones climatológicas, plasticidad de la onda sonora o necesidades políticas”.

 Sin embargo, el poeta parece reivindicar aquellas palabras que son equivalente directo de la cosa nombrada. De aquí esta preciosa definición de la onomatopeya: “palabra-alicate con la cual extraemos el alma de las cosas”. Mas adelante -y después de afirmar que “Hombre despalabrado no es sinónimo de mudo sino de zombie”- plantea la necesidad de distinguir entre palabras muertas y palabras vivas (dejando por cierto muy malparado a Neruda):
“Pues, como decía Enrique Muino, cuando mueren las palabras comienza la música”. De inmediato arremete furioso contra lo que considera “Uno de los crímenes más abominables de la civilización occidental y la cultura cristiana”.
Vale decir: “convencer a las grandes masas populares de que las palabras solo son elementos significantes”. En extremo reveladora es su inquietud respecto al uso y función de las “malas” palabras:

“Por qué suena mal una palabra libre de significados tabú si no es por algo intrínseco a ella misma (…). Debemos reconocer que al aceptar la existencia de palabras que no se pueden decir de ninguna manera, establecemos un hecho gravísimo”.

La conclusión a que arriba es, por necesidad, incendiaria y anárquica, especie de alerta roja contra posibles engaños. El poeta advierte que en el juego de las palabras también se oculta la ideología del enemigo y hay que tener ojo avisado para evitar las trampas. Sólo de esta manera será posible organizar las palabras en función libertaria:

Proyectadas hacia el futuro:

“Se debe tener gran tino para no caer en las trampas que nos tiende el enemigo, presente en este terreno como en todo lugar. Una de ellas es la que podríamos llamar ‘cortina-de-humo-con-subs-titución-de-función’. Es lo que se ha hecho con las pobres palabras ‘sésamo’ y ‘ábrete’, a las cuales simplemente se ha cambiado su oficio de significantes para convertirlas en llavines de cuevas de ladrones, escamoteándosenos mientras tanto su verdadera esencia metafísica (…). Otra trampa sería la infamia esa de la “palabra de honor”. Lo que hay que tener es  humildad, metodología de la desventaja, la más sutil de las canchas. No sabemos nada y somos orgullosos hasta morir. Deberíamos recordar lo que le pasó a Stalin por hacer de las palabras excepciones del materialimo dialéctico: de ahí la muerte de Babel, de ahí el naufragio-entre-témpanos de la Internacional, de ahí la prosa soviética contemporánea. Si se le hubiese hecho frente al problema con apasionamiento y coraje, otra y magnífica sería la situación. Habría bastado con comenzar a conocer verdaderamente las palabras, a organizarlas para el porvenir, a discutir con ellas sobre la libertad y, sobre todo, a separarlas de las cuasi-palabras, las anti-palabras, las palabras degeneradas (…) y las palabras muertas. Nada de cenits ni de nadires, nada de remordimiento al salir de los éxtasis: las palabra más bellas del mundo son: Cinabrio, azafata, saudade, aloe, tendresse, carne, mutante, deprecatingly, melancolía, pezón, chupamiel y xilófono.

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