La tarifa eléctrica

Cada vez que el Fondo Monetario Internacional (FMI) insiste en la necesidad de elevar la tarifa de la energía eléctrica, el país se revuelve,  y el gobierno suele reaccionar de manera inmediata negando cualquier intención de incrementar el precio.

Cada vez que el Fondo Monetario Internacional (FMI) insiste en la necesidad de elevar la tarifa de la energía eléctrica, el país se revuelve,  y el gobierno suele reaccionar de manera inmediata negando cualquier intención de incrementar el precio.

Hay dos preguntas obligadas frente a esta propuesta. La primera es si es verdad que el precio que pagamos por la energía a las empresas distribuidoras es menor al costo que ellas pagan por comprarla. En otras palabras, la pregunta es si compramos una energía subsidiada. La segunda pregunta es si subir el precio de la energía resolvería o contribuiría mucho a resolver el problema de la energía en el país, en particular a estabilizar el servicio y a reducir significativamente el enorme subsidio del Estado al sector. Eso permitiría invertir mucho mejor el dinero público, por ejemplo en servicios de salud, educación, seguridad y justicia de calidad, y en infraestructura pública.

La respuesta a la primera pregunta es afirmativa: en promedio, las empresas distribuidoras compran energía a un precio más elevado que el precio a que la venden. Por ejemplo, en 2011 y 2012, años en los que el precio del petróleo se mantuvo relativamente estable, el precio promedio a que las distribuidoras compraron energía fue de 17.8 centavos por kwh, pero el precio medio de venta fue de 20.6 centavos. La diferencia fue de algo más de unos 2.8 centavos por kwh o un 13% del precio de venta.

Eso no significa que el precio a que compramos la energía sea bajo. Por el contrario,  el precio promedio al consumo en el país es consistentemente más elevado que en otros países de la región, como Costa Rica,  Honduras, Nicaragua, Panamá y Colombia, en casi todos los tramos de consumo por kwh y en casi todas las categorías (residencial, comercial o industrial). Lo que significa es que si los precios cubrieran los costos que las distribuidoras pagan por la energía que nos venden, el precio sería aún mayor.

De allí que el problema del alto precio no esté en que las distribuidoras cobran un alto precio por la energía que revenden, sino que el precio a que compran es muy elevado. Y ese precio nos remite a dos cosas. Primero, al elevado costo de la generación en el país asociado al tipo de combustibles que todavía predomina en la generación de energía, aunque esto ha venido cambiando para bien en los últimos años. Segundo, al elevado precio a que las empresas generadoras venden su energía con respecto al costo de producirla. Esto está esencialmente determinado por contratos firmados en condiciones muy desventajosas para el Estado hace cerca de una década, en medio de una crisis económica muy severa y con alta carga de deudas. Cerca del 90% de la oferta energética es comprada por las distribuidoras en las condiciones que esos contratos estipulan.

De ahí que tenga mucho sentido el esfuerzo del gobierno por ampliar la oferta de energía a partir de fuentes más baratas que empujen hacia abajo el precio promedio en el mercado. El uso de carbón es ambientalmente muy cuestionable, lo cual es un costo que pagaremos todos, unos más que otros, pero el sentido financiero es irrebatible.

Con respecto a la segunda pregunta referida a si el aumento de precios contribuiría de forma importante a resolver el déficit de las distribuidoras y a bajar el subsidio, la respuesta es negativa. El precio subsidiado explica una proporción moderada de las pérdidas de las distribuidoras. En 2012, por ese diferencial de precios las distribuidoras perdieron casi RD$ 9 mil millones, pero por concepto de energía comprada y no facturada, perdieron más de RD$ 28 mil millones, más de tres veces lo que perdieron por vender a precios subsidiados; esto fue más de un 75% de las pérdidas financieras totales. Por ello, claramente, subir los precios contribuiría sólo parcialmente a reducir las pérdidas.

El reto fundamental no está allí, sino en cobrar y hacer cumplir la ley que penaliza el fraude. La negligencia estatal en esta materia ha sido pasmosa, y no ha sido por miedo a los barrios que sólo consumen el 10% de la energía servida y han explicado sólo cerca de un cuarto de las pérdidas totales.
Hay que generar barato, sí, pero también hay que tener el coraje de enfrentar sectores y poderes.

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