La guerra que se inició anoche en la cancha de Oklahoma City Thunder es más que una lucha por un trofeo que responde al nombre de Larry O’Brien, el tercer comisionado en la historia de la NBA.
El choque de LeBron James, a nuestro entender el mejor jugador del planeta, contra Kevin Durant, segundo en el escalafón de talento de la liga, envuelve la disputa por la hegemonía del baloncesto profesional de los Estados Unidos y cuidado si marca una tendencia global.
James solo necesita esa corona para silenciar a sus críticos. Viene de aquietar a unos cuantos tras asumir la voz cantante en Miami en semifinales y finales de conferencia ante Indiana y Boston, respectivamente.
Su show ante los Celtics tiene ribetes históricos. Boston fue la víctima de una fuerza indetenible con el número seis en la espalda.
Pero le falta el anillo, que lo puede lograr en su tercer viaje a unas finales para dejar de ser un rey sin poltrona.
Durant, de su lado, es un anotador que en los momentos de la verdad toma prestada la sangre de los anfibios para ejecutar sin inmutarse.
Demostró condiciones de líder ante San Antonio, que comenzó arriba 2-0 en la final de conferencia del Oeste y el espigado de 6’-9’’ proclamó que no existían victorias morales en el Thunder por haber perdido un juego cerrado y que correspondía ir a casa a poner las cosas en orden.
El resto es historia y por eso anoche la gran cita del baloncesto se inició en su patio.
El que gane de estos dos colosos inicia la venidera temporada como el afiche de la NBA, la cara de la liga. No creo que a James le quepa otra derrota en final. Si pierde, tendrá una indeseable plétora de números rojos en su cuenta.
Si triunfa, larga vida al rey ante quien habrá que postrarse.
De ganar Durant, habrá que inclinarse ante un joven que con apenas 23 años iniciará un reinado en el mejor baloncesto del mundo.
Mi favorito es Oklahoma para vencer en un espectáculo digno de admiración.
