Tres actos de justicia

Tres temas han emergido con fuerza en las últimas semanas. Los tres tienen una gran relevancia, ameritan atención directa e inmediata de quienes toman decisiones y requieren de un tipo de intervención que ponga la justicia en primer plano.

Tres temas han emergido con fuerza en las últimas semanas. Los tres tienen una gran relevancia, ameritan atención directa e inmediata de quienes toman decisiones y requieren de un tipo de intervención que ponga la justicia en primer plano.
El primero es el de la promoción de la competencia y las políticas antimonopolio. La virulenta reacción de la cúpula del gremio empresarial ante los estudios dados a conocer por Pro Competencia que develan las prácticas anticompetitivas en tres mercados en el país, el reemplazo de una de las personas integrantes del Consejo Directivo de esa institución, específicamente su presidenta, y la eventual renovación de la mayor parte de éste así como la designación de una persona a cargo de la Dirección Ejecutiva ha vuelto a poner de manifiesto la obligación que tiene el Estado de asumir su responsabilidad en esa materia.
No sólo se trata de defender a los consumidores y las consumidoras de prácticas monopólicas, sino también a las pequeñas y medianas empresas que se ven aplastadas por las empresas dominantes en los mercados en los que participan, las cuales, a través de prácticas anticompetitivas e ilegítimas, bloquean la libre participación libre de sus competidoras.

La imposición de precios monopólicos consiste en imponer precios superiores a los que se justificarían por los costos y márgenes de beneficios razonables. Otra práctica monopólica es la de imponer precios discriminatorios, es decir, precios diferentes a distintos clientes y que no se justifican por la existencia de costos diferentes. La capacidad de imponer precios puede devenir de la posición dominante en el mercado, esto es, del hecho de que la empresa tenga una cuota de mercado muy elevada y también de la colusión, es decir, de acuerdos explícitos o tácitos entre empresas con altas cuotas de mercado para fijar precios convenientes. El ejemplo más extremo de colusión es el cartel.

Las prácticas anticompetitivas consisten en erigir barreras para que la competencia efectiva no se dé y para que las empresas más pequeñas y con menos poder queden en los márgenes de los mercados. Dos de las más frecuentes son los contratos de distribución exclusiva y las ventas atadas. La primera consiste en impedir “por la fuerza” que un cliente venda o distribuya productos de una empresa competidora. La segunda consiste en obligar a los clientes a comprar otros productos fabricados o distribuidos no deseados. Ambas prácticas sólo son posibles precisamente porque la empresa es dominante en el mercado, y ese comportamiento refuerza su dominio excluyendo al resto.

La concentración de los mercados en pocas manos gracias a estas prácticas ahoga a los consumidores, mata las iniciativas económicas y la innovación, y concentra la riqueza y el poder. El rol del Estado a través de sus organismos competentes es sancionar estas prácticas, aliviando a los consumidores y abriendo espacio para que otros puedan participar en condiciones menos desiguales. No hacerlo es ser negligente respecto a la obligación de garantizar condiciones de equidad para todos, e irresponsable frente a los débiles de esta historia: los consumidores y las empresas competidoras que no tienen fuerza resistir el embate del abusador.

El segundo es el de combate a la evasión fiscal, en particular en lo que tiene que ver con el Impuesto sobre la Renta (IR). Este es probablemente el mejor de los impuestos (o el menos malo) al menos por dos razones. Primero, porque grava la riqueza ya producida y no la producción misma, y no entorpece los procesos productivos ni los hace más costosos. Por eso tampoco debe afectar los precios, a menos que haya mucha concentración de mercado. Cuando eso sucede y la administración tributaria logra gravar más o mejor la renta, los monopolios pueden responder subiendo precios, algo que precisamente debe ser enfrentado por una institución como Pro Competencia.

Segundo, es progresivo, es decir, tiende a gravar más al que más gana. En ese sentido, es más justo que cualquier otro impuesto que no grave el ingreso o el patrimonio, y contribuye a que todos financiemos los bienes públicos en función de la capacidad de cada quien.

Cuando este impuesto es sistemáticamente evadido, como en la República Dominicana, el sistema tributario se hace más regresivo, porque los ingresos públicos tienden a descansar en los impuestos indirectos los cuales generalmente pesan más sobre los hogares y personas de menor ingreso. Que la carga tributaria para pagar los bienes y servicios a los cuales todos tenemos derecho recaiga de forma particularmente severa sobre los más pobres es inexcusable.

De allí que enfrentar de forma progresiva y sistemática la evasión del impuesto sobre la renta es ineludible no sólo porque contribuye a fortalecer las finanzas públicas y el cumplimiento de la ley sino, simplemente, porque es un acto de justicia. Avanzar en esa dirección implica fortalecer a la administración tributaria, con más capacidades humanas y tecnológicas, y con más dientes normativos, cuidando, por supuesto, de los abusos y la discrecionalidad. También amerita levantar el secreto bancario en los casos de sospechas fundamentadas de incumplimiento tributario. La confidencialidad, el derecho a la privacidad y la protección frente a la invasión y la arbitrariedad no deben utilizarse como excusa para ocultar prácticas ilegales, y para convertir al sistema financiero en un escondrijo.

El tercero es las demandas del sector agropecuario porque el Estado contribuya a enfrentar el impacto negativo de la apertura comercial, específicamente del DR-CAFTA, sobre la producción doméstica de rubros específicos como el arroz, la carne de cerdo, la leche y los granos. En las negociaciones de este acuerdo, el gran ganador fue el sector agropecuario estadounidense fuertemente respaldado por su gobierno, y la gran perdedora la agropecuaria dominicana porque EEUU logró el compromiso del Estado dominicano desmantelar gradualmente y a largo plazo su sistema de protección comercial de rubros críticos. Eso fue a mediados de la década pasada, el largo plazo ya está llegando, y los efectos más severos ya se están empezando a sentir.

La agropecuaria ha sido, por décadas, la cenicienta entre los sectores productivos. La mayor parte de las unidades productivas son pequeñas y precarias, tienen severas dificultades para lograr transformaciones tecnológicas significativas y se insertan a los mercados de forma subordinada. Encima de eso, el presupuesto público, medido como porcentaje del presupuesto total, ha declinado severamente a lo largo de los últimos 20 años, la productividad se ha estancado, y la apertura comercial parece que la terminará condenando. Una parte muy significativa de la población en pobreza y pobreza extrema vive en las zonas rurales y está directamente vinculada a la agricultura. A pesar de eso, su actividad ha contribuido a que los fuertes incrementos de precios de los alimentos en los mercados internacionales no hayan tenido impactos tan severos en la población urbana pobre como en otros países.

Urge dar una respuesta concreta al desplazamiento del mercado que muchos de los pequeños y medianos productores están sintiendo. El empleo rural está en juego y la vulnerabilidad alimentaria puede incrementarse.

Algunos han planteado revisar el DR-CAFTA para limitar o congelar el desmonte de las barreras. Aunque eso sea difícil de lograr, es una de las opciones al menos en el corto y mediano plazo. Sin embargo, la respuesta de fondo, la que nunca se ha dado, debe ser productiva, de promoción del cambio tecnológico e incremento de la productividad y la calidad donde se pueda, y de reconversión productiva hacia otras actividades donde no se pueda y no tenga sentido ni sea viable. Conformarse porque esas son las reglas del mercado no es una opción, mucho menos ignorar el tema. Producir bienes públicos y meritorios para la agricultura y que facilite su transformación es también una responsabilidad pública.

Defender a las pequeñas y medianas empresas y a los consumidores frente a las prácticas monopólicas, enfrentar la evasión del impuesto sobre la renta, y apoyar a la pequeña producción agropecuaria en sus esfuerzos por modernizarse y competir frente a una avasallante penetración de importaciones son, sencillamente, actos de justicia.

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