En septiembre del 2012, el expresidente Leonel Fernández le sugirió a Naciones Unidas un marco jurídico internacional para prohibir y castigar la blasfemia y lo que él llamó “falta de respeto a algo que se considere sagrado”. En el contexto en que lo propuso, su planteamiento constituyó un reconocimiento al “derecho” del fundamentalismo musulmán de proceder con extrema violencia y desenfreno contra valores esenciales de la democracia ante la mínima mención de Mahoma en diarios, revistas o videos, como ocurriera en las semanas anteriores a su planteamiento, desconociendo así principios fundamentales que él decía defender, como es el de la libre expresión del pensamiento. La ira que el señor Fernández justifica fue a causa de un video amateur sobre Mahoma que el radicalismo islámico consideró ofensivo al profeta y que las turbas que incendiaron embajadas y causaron motines en muchas ciudades probablemente no habían visto.

Fernández dijo que el libre flujo de las ideas, que es lo que estaba en juego en el conflicto, no podía entenderse como exenta de limitaciones. Tal expresión es sorprendente en un político de su experiencia, aunque encajaba en su esfuerzo de entonces para posicionarse como una figura confiable en el mundo islámico con vista a futuras aspiraciones en el ámbito internacional.

Su poco aprecio a uno de los valores fundamentales de la democracia, como la libre expresión, y su apoyo tácito al uso de la violencia irracional del fundamentalismo musulmán, contrasta con lo externado en esos días por el ministro francés de Educación, Vicent Peillon, citado por El País:” La libertad de expresión es un principio intangible de la civilización y hace falta preservarla sin excepciones. Hace falta que en las sociedades democráticas haya personas que ejerzan esa libertad sin preocuparse de las consecuencias”.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

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