Los sofistas, el origen

Los sofistas narran historias construidas normalmente con gran coherencia interna. Incluso llegan a creerse las ideas que promueven. Pero tienen un defecto: se sienten únicos e indispensables y no saben, ellos que “todo lo saben”, que son una…

Los sofistas narran historias construidas normalmente con gran coherencia interna. Incluso llegan a creerse las ideas que promueven. Pero tienen un defecto: se sienten únicos e indispensables y no saben, ellos que “todo lo saben”, que son una inmensa legión de número impreciso.

Ahora bien, no todos tienen el mismo nivel. Existen “sofistas” con comillas, sin talento, sin condiciones, sin lecturas: sin verbo. Esos, en el fondo, no son sofistas de verdad. Claro, hay de todo. Incluso algunos que sin nivel ni profundidad ni vuelo del pensamiento han llegado lejos.

Los sofistas “puros” son otra cosa, incluso podrían contarse con los dedos de ambas manos y sobrarían algunos. Recuerdo uno, de leyenda y quien fuera discípulo de Gorgias que, encandilado en sus propias palabras advertía constantemente, con una tautología llena de apotegmas y una voz gutural, como venida del Hades, sobre conspiraciones “terribles” de carácter internacional, ocupaciones silentes de los bárbaros y tráficos capaces de afectar los cimientos mismos de Atenas. Era mi sofista favorito. Ya no lo veo por La vía Sacra, hasta falta me hace.

¿Pero cómo empezó todo en esta pequeña ciudad de Atenas “de doscientos mil habitantes y de treinta o cuarenta mil ciudadanos”? ¿Qué hizo posible que se echaran aquí “las bases de todas las escuelas filosóficas” y se prepararan “los temas del futuro conflicto entre la fe y la razón”?

Seguro “el vehículo de esta infección filosófica fueron los sofistas, palabra que con el tiempo adquirió un significado casi despreciativo, pero que originariamente quería decir “maestros de sabiduría”. Protágoras, el gran maestro e iniciador, cobraba hasta “diez mil dracmas, algo así como seis millones de liras actuales”, a los jóvenes que se inscribían en su escuela.

Y tuvo muchos discípulos que propagaron sus ideas, pues “si es verdad que él pedía seis millones a los ricos, también es verdad que había enseñado gratis a los que, en el templo, le habían jurado ante Dios que eran pobres: curioso proceder para un hombre que decía no creer en Dios”.

Como filósofo “no cabe duda de que a él se debe el relativismo filosófico sobre el problema del conocimiento (…) pero sobre todo él había echado una semilla en la sociedad ateniense: la semilla de la duda”.

Los sofistas “estimulaban el espíritu dialéctico, habituaron a los atenienses a razonar mediante esquemas lógicos y contribuyeron notablemente a la formación de una lengua precisa, sometiendo sustantivos y adjetivos a un riguroso examen”.

Más luego cayeron en el abuso “de la argumentación especiosa, de la cavilación dialéctica, en suma, de lo que precisamente desde entonces se llamó con desprecio “el sofisma”.

Por esto los sofistas opinan sobre tirios y troyanos, estiman que todo puede defenderse –o atacarse- con argumentos. Que cualquier idea podrá encajar aquí o allá. Mi sofista “jurídico” preferido se ha formado bien y no teme opinar ni escribir, pero comete grandes errores conceptuales al salir del ámbito jurídico, donde normalmente es más atinado.
(Citas de “Historia de los griegos”, Indro Montanelli, 2005).

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