El 16 de enero de 1962, tropas militares habían disparado sobre una multitud congregada en el Parque Independencia

El martes 16 de enero de 1962, la ciudad de Santo Domingo ardía por doquier. Tropas militares habían disparado sobre una multitud congregada en el Parque Independencia frente al local de la Unión Cívica Nacional (UCN) y cinco personas resultaron muertas y decenas heridas, muchas de ellas de gravedad. La noticia de los sucesos se expandió rápidamente por toda la ciudad en innumerables versiones. Por todas las ventanas abiertas de la redacción de El Caribe, a considerable distancia del lugar de los hechos en la calle El Conde esquina Las Damas, en el extremo oriental de la zona colonial, logró filtrarse el lejano eco de los disparos y el sordo rumor de los blindados sobre el pavimento. Germán E. Ornes, su director-propietario, tuvo informe inmediato de la tragedia y quiso comprobarlo por sí mismo.

Preocupado por la situación y temeroso de un desorden que pudiera degenerar en un caos general con derivaciones negativas para el proceso democrático, abordó su automóvil y se dirigió al escenario de los hechos tomando el Malecón, en vista de que resultaba imposible hacerlo por una vía más directa. Ornes estacionó el vehículo unas calles más abajo del parque y se dirigió a pie directamente al local de Vanguardia Revolucionaria Dominicana (VRD), situada a pocas yardas del de UCN, que dirigía su hermano Horacio Julio, uno de los sobrevivientes de la expedición anti-trujillista de Luperón en 1949.

“Los tanques y soldados se habían retirado a esa hora, primeras de la tarde”, rememoraría años después el veterano periodista, “pero podían verse los cadáveres, inmersos en grandes charcos de sangre, desparramados por todo el parque”.

Una enorme confusión reinaba por todo el lugar y la multitud comenzaba a desperdigarse en pequeñas turbas iracundas, vociferando lemas amenazantes y proveyéndose de toda clase de objetos como piedras, palos y ramas arrancadas furiosamente de los árboles del parque. “Era un espectáculo terrible, desgarrador, que conmovía al más duro”, recordaría más tarde en una entrevista en su despacho.

Ornes decidió que había visto suficiente. Ahora más profundamente preocupado, abandonó el lugar, abordó su automóvil y se dirigió pensativo a su oficina en el diario. Ese día necesitaría de toda su experiencia y sangre fría para manejar la edición siguiente. Pero se dijo que nada le haría retroceder en su decisión hacer de El Caribe un instrumento de la defensa de las libertades del pueblo. Ornes no prestó demasiada atención a los grupos desafiantes que se iban formando a lo largo del trayecto hacia el periódico. Su mente estaba ocupada en el contenido del editorial de la edición de la jornada siguiente.

A pesar de la censura que se le iba a imponer esa noche, El Caribe describiría los acontecimientos con dramatismo en la edición del día siguiente. Bajo un encabezado de 124 puntos, el diario informó al país de los luctuosos sucesos con este título: “Ametrallan pueblo”. La crónica sin firma fijaba las bajas civiles en cinco muertos y por lo menos veinte heridos de bala, muchos de ellos de gravedad. La reacción popular se manifestaba en los numerosos grupos de indignados ciudadanos que recorrían las calles en actitud agresiva contra todo lo que, a sus ojos, representara la represión, agregaba la nota de El Caribe.

La matanza provocó una repentina y furiosa ola de indignación en toda la ciudad. Los comercios cerraron sus puertas en señal de protesta, algunos, y por miedo a las turbas, la mayoría. A su paso, las multitudes rompían e incendiaban cuanto estuviera a su alcance. Automóviles y autobuses, privados y oficiales, fueron destrozados y devorados por las llamas. En la parte alta de la ciudad, jóvenes estudiantes lanzaron cocteles molotov contra patrullas policiales y locales comerciales. Una escuela y un teatro, el Olimpia, ubicado en la Palo Hincado, a dos cuadras del escenario de los graves acontecimientos de ese tarde, fueron asaltados e incendiados por las multitudes enfurecidas.

La destrucción del Olimpia daba a aquellas escenas un dramático simbolismo. La resistencia popular en aquel día fatídico y sangriento sintetizaban las ansias de libertad de un pueblo sojuzgado hasta hace poco por más de tres décadas de tiranía trujillista. El teatro era propiedad de una familia allegada a los Trujillo. En cierta forma, con su destrucción se daba rienda suelta al odio acumulado durante años de esclavitud y sufrimiento.

A las cinco de la tarde, Santo Domingo era un campo virtual de batalla. En casi todos los barrios de la ciudad, los jóvenes levantaban barricadas provocando incendios y enfrentando con piedras y bombas molotov a las fuerzas de la Policía y de la Aviación que seguían disparando sus armas de regreso a sus cuarteles.

La pertinaz lluvia que comenzó a caer sobe la capital dominicana poco después de los hechos del parque, como un presagio, no detuvo las protestas. Aviones P-51 y AT-6 de la Aviación Militar, sobrevolaron temerariamente la parte alta de Santo Domingo, mientras largas y espesas columnas de humo se levantaban sobre los edificios desde puntos distantes, impregnándole un ambiente de sublevación total a la crisis política que sacudía nuevamente a los dominicanos.

Pocos minutos después de las cinco, el locutor de Radio Santo Domingo, la emisora oficial del Gobierno, interrumpía el programa de música folklórica para leer un breve comunicado. Se anunciaba al país la implantación del estado de sitio y toque de queda a partir de las seis de la tarde del mismo día.

La ley marcial y la oscuridad aplacaron la furia de las turbas. Tropas mixtas, en trajes de faena, ocuparon virtualmente la ciudad con carros de asalto, en un intento por reprimir la ira popular. Los destacamentos policiales resultaban pequeños para albergar a los cientos de detenidos. En clínicas y hospitales se hacían esfuerzos desesperados para conseguir sangre con que atender a los heridos. La United Press International (UPI) transmitió esa noche un despacho con declaraciones de un portavoz de la Aviación Militar, de que se había ordenado la movilización ante informes de que “partidos proyectaban actos de violencia”. Cuando el periodista norteamericano que cubría los acontecimientos para la UPI le pidió al vocero que identificara a esos partidos, el oficial se encogió de hombros y dijo: “Todos los partidos políticos dominicanos han sido infiltrados por los comunistas”.

Otra agencia estadounidense, the Associated Press (AP) atribuyó al general Rodríguez Echavarría una declaración que perseguía restarle dimensión en el exterior a los disturbios. El jefe militar había dicho que el despliegue de fuerzas y blindados carecía de importancia: “Igual que el cuerpo humano, la maquinaria necesita ejercicio. Este equipo ha estado ocioso y simplemente decidimos darle un poco de ejercicio”.

Entre los detenidos y golpeados de esa tarde figuraban varios periodistas y un grupo de jóvenes había apedreado el automóvil del licenciado Eduardo Read Barrera, segundo vicepresidente del Consejo de Estado. Las puertas del Palacio Nacional, sede del Gobierno, se cerraron a la prensa y la burocracia. Varios tanques y unidades blindadas del Ejército fueron apostados en los jardines de la casa presidencial, con uno de ellos apuntando hacia las amplias escalinatas de entrada.

Estos eran los antecedentes del ambiente que reinaba en Santo Domingo aquella noche del 17 de enero de 1962, cuando el Chevrolet con placa oficial que ocupaban Sánchez y Sánchez y el capitán Amiama Castillo atravesaba la zona antigua de la ciudad con rumbo al edificio de El Caribe para imponer la censura, que El Caribe encaró en defensa de la libertad de prensa.
(Parcialmente extraído del libro “Enero de 1962. El despertar dominicano”, de Miguel Guerrero).

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