Decía, pues, que con el paso del tiempo (y ni siquiera mucho tiempo), empezamos a ser amigos nada más. Ni siquiera buenos amigos. Más bien amigos irreparables. Mientras tanto, las sospechas y desconfianzas entre nosotros amainaban y arreciaban. Salíamos cada vez con mayor frecuencia pero éramos amigos, sólo amigos. Ella no se cansaba de decirlo. Quizás amigos de ocasión, amigos que se acompañaban, que engañaban su soledad, igual que un pececillo dorado en el reflejo de los vidrios de la pecera.

Ella me tenía, desde luego, a soga corta, como temiendo que en cualquier momento diera un paso en falso. Yo me dejaba narigonear, me dejaba llevar como un buey manso, esperando que fuera ella quien lo diera el paso en falso, o mejor dicho que lo repitiera. Nada especial sucedía, sin embargo, entre nosotros. Salíamos y regresamos rutinariamente sin que nada sucediera. Pero en cada salida acumulaba puntos por buena conducta, me ganaba su confianza.

Además, recuerdo que era bonito empezar la noche del viernes con una cerveza fría y un pitillo. Pasear por el malecón, instalarnos en el Drake o en el Rafles, saludar a los amigos, pedir de inmediato una cerveza. Siempre había pretexto para una cerveza.

Una cerveza más —decía el bardo— porque la noche es joven…
Una cerveza más porque la noche acaba…
Una cerveza más porque despunta el alba…

La cerveza ejercía su magia, amueblaba los sentidos, reblandecía prejuicios… De hecho, la cerveza y las palabras y la noche entrada en horas y el ambiente irreal de la Plaza de España o el aura mágica de la recoleta calle Hostos ejercían su magia. Todo conspiraba a favor de un desliz y otra cerveza. Una cerveza más.

Parecía, sin embargo, que nunca iba a volver a pasar lo que esperaba que pasara. Y luego, al improviso, una noche sin luna pasó que otra vez ella se puso mansa y se puso almíbar, se puso melcochosa y me pidió por segunda vez que la llevara a cualquier lugar menos a su casa y yo la llevé a mi apartamento (mi apartamento, sí, soy reincidente y falto de imaginación, qué podía hacer) y esa vez pasó conscientemente todo lo que tenía que pasar.

Pero nueva vez, unas horas más tarde, al despertarnos era otra persona y me pidió que la llevara a su casa. No me golpeó con los puños, pero volvía a ser la Barbie. Volvía a ser apática y distante, volvíamos a ser enemigos íntimos, amigos nada más, pero con segundas intenciones en lo que a mi respecta.

Durante varios días no volvió a dirigirme la palabra ni el saludo y me miraba con ojeriza. Yo me defendía de la hostilidad con que me agraciaba poniendo cara de santo de altar, pero no siempre daba resultados.

Poco a poco, sin embargo, las aguas volvieron a su nivel y me dejó acercarme otra vez, no sin cierta precaución y me aceptó de nuevo como amigo nada más y volvimos a salir, a visitar los pubs de la Zona Colonial. Yo hacía acopio de paciencia, aceptaba su odio frío, que es el mejor de los odios, su desdén, aceptaba sus desplantes, sus miradas despectivas, me ganaba otra vez poco a poco su confianza. A pesar de todo, disfrutaba de una rara manera su compañía, y creo que ella también. Y esperaba agazapado mi momento. Confiaba en la cerveza. Pero otras vez las noches pasaban y no pasaba nada. Temí que no volviera a pasar. Que la Barbie se hubiese puesto una coraza impenetrable y que todas mis buenas y malas artes resultaran inútil.

Hasta que finalmente, cuando menos lo esperaba, una noche de luna y un cóctel margarita hicieron el milagro, un delicioso cóctel margarita la hizo hablar como a través de la zarza ardiente y pronunciar palabras iluminadas y me pidió, —¡viva Dios!—, que la llevara de nuevo a cualquier lugar menos a su casa y no se me ocurrió otra cosa que llevarla de nuevo a mi apartamento.

Esta vez tuvimos un sexo salvaje, gratificante en extremo. Realizamos una gestión solapada y leguminosa de nuestros apetitos —minuciosa en todo momento— y recorrimos palmo a palmo todos los pliegues de nuestras intrincadas geografías. Hicimos números y cabriolas. Hicimos la bicicleta, el velocípedo y la flor de loto, hicimos el 69 y el 3.1416, hicimos capítulos enteros del Kamasutra, sin saltarnos una página… Lo mejor fue que ella se mostró complacida y satisfecha. Tomó en todo momento la iniciativa, me gratificó con palabras que nunca pensé escuchar de su boca. Me besuqueó, me ensalivó, me abrazó, me estrujó, me sacó el jugo. Me dijo palabras en un inglés que no entendí…

Unas horas después —joder más fino— me despertó su mirada de odio. Esta vez sentí como si me taladrara, como si se hubiera abierto un abismo entre los dos. Su enojo parecía inversamente proporcional al placer que nos habíamos dado.

Entendí que se sentía culpable y abochornada por haber gozado con un hombre que despreciaba y al cual echaba la culpa de su fallido matrimonio. Era como si no sé perdonara estar conmigo. Era una relación de amor y odio. Yo me sentía herido en mi orgullo, pero prefería tragármelo en espera de tiempos mejores, en espera del próximo desliz.

Durante los días siguientes, muchos días, mi extraña novia y yo volvimos a ser amigos, poco menos que amigos. Tenía que volver a enamorarla desde el principio, reiniciar el cortejo, embriagarla a fuerza de palabras. Esta vez no iba a ser fácil lograrlo.

Después seguimos siendo amigos y enemigos por un tiempo. Cada vez se me hacía más difícil y se me espaciaba más y más el tiempo entre una y otra relación, y cada vez era peor su reacción, y por añadidura estaba gastando una fortuna en cerveza.

Al final, ya nada parecía hacer efecto. A pesar de los excesos, de las fiestas de besos y amor que habíamos sostenido, a pesar de mi paciencia y mis finesas y galanterías ella ya no me pediría más que la llevara a cualquier sitio menos a su casa.

Llegó un momento en que ya no me soportaba y cada vez se me dificultaba incluso hablar con ella. Ahora me odiaba en serio. La última experiencia había dejado en ella una huella de rencor imborrable.
Encontraba que yo era muy poquita cosa, un insignificante que manejaba un LADA y usaba chacabana. Ella quería un príncipe, un heredero al trono, y yo era sólo un Conde venido a menos.

Me despreció finalmente de manera brutal, llenándome de improperios y dando por terminada una relación que en realidad nunca había comenzado, me despreció porque no llenaba sus aspiraciones, quizás sólo porque era barrigón y feo y calvo y desgarbado, y quizás sobre todo porque no era millonario y porque usaba chacabana. También quizás, de alguna manera improbable, porque descubrió que tenía un enredo con una dibujante del departamento de arte con la que me escabullía frecuentemente a eso de la una de la tarde.

El hecho es que me despreció olímpicamente y me calumnió y me abandonó, pero nunca se lo tomé a mal. Lo juro. Todos los años, durante muchos años, el día de los enamorados le mandaba un bouquet de cadillos, unos cadillos frondosos, muy bien envueltos en el más fino papel de regalo, con una elegante nota que decía: «De tu amante más espinoso»…

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