Dos criollos caraqueños, ricos, “mantuanos”, fundan el ensueño independentista de una América hispana. De las visiones cósmicas de Miranda emerge –envuelta en el paño rubio, azul y grana– la utopía de la Gran Colombia. En el alma augusta de Bolívar se hace materia sólida el espejismo de Miranda. Venezuela, desde siempre, cual péndulo atroz, cabecea sin pausa entre los fastos del delirio y el espanto de una angustia. Provengo de venezolanos y por múltiples razones –acaso con indecible impulso– amo el destino de ese pueblo. Venezuela, tal Margarita Gautier, ha de parecerme siempre hermosa. Hasta cuando irrumpe en la agonía…

Francisco de Miranda: la identidad temprana

El hombre bordea los cuarenta años. Tiene nariz grande, frente alta y una cicatriz cerca de la barbilla. La cara es redonda y afeitada. Conoce a George Washington y a Haydn, y ha visto el lugar donde Guillermo Tell mató a Gessler, el tirano. Se hace llamar Conde y exhibe una carta de Su Majestad Imperial Catalina II que “autoriza al coronel Francisco de Miranda a vestir el uniforme del ejército ruso.” Un año ha transcurrido desde la Toma de la Bastilla.

Carlos IV de Borbón lo enjuicia por contrabandear con Cuba. Entonces él desea “…excoger una Patria que me trate al menos con justicia, y asegure la tranquilidad Civil.” Pero España es hostil y lo transforma en enemigo. A él, a Sebastián Francisco, criollo de Caracas, “hijo lexítimo de lexítimo matrimonio de D. Sebastián de Miranda y de Da. Francisca Antonia Rodríguez, que en todos los asiemptos y ocurrencias del R. servicio a que le ha tocado asistir ha concurrido con todo celo y esmero.” A él, que una vez pretendiera “servir a su Magestad con mi persona en los Reinos de España.” A él, que después de este agravio jamás pisará tierra española en son de paz.

William Pitt, Primer Ministro inglés, recibe en el 1790, escrito en francés por Miranda, un “…proyecto sobre el gobierno de las colonias hispanoamericanas emancipadas.” El nuevo régimen es una mezcla de monarquía inglesa, imperio incaico, federación norteamericana y Roma de Césares. Habrá una monarquía constitucional al uso inglés, aunque con un Emperador descendiente de Incas, un Senado de Caciques vitalicios, una Cámara designada por sufragio popular, Jueces federales nombrados por el ejecutivo, y Censores y Ediles como en Roma.

El buque se llama Leander y tiene ciento ochenta toneladas. Desde Nueva York se hacen a la mar, con buena brisa del noroeste, el 2 de febrero de 1806. El destino es Jacmel, en la isla de Santo Domingo. Varios días navega el barquichuelo. El jefe de la expedición, por fin, sube a cubierta. Lleva una bata roja y zapatillas. Declara Moses Smith, uno de los doscientos marineros: “Su aire de autoridad le distinguía […] y su fisonomía denotaba que no era de nuestro país. Es un gran general llamado Miranda, cuyo nombre goza de celebridad.” Ahora los reclutas comprenden el objeto de la misión. Pero ninguno de ellos conoce la guerra.

El 14 de febrero, Miranda nombra oficiales del ejército colombiano. Los hombres se distribuyen: artilleros, artesanos, dragones ligeros, fusileros, infantes, ingenieros. Los sargentos instruyen a los reclutas. Los carpinteros cortan astas para las picas. Los armeros reparan fusiles, bayonetas oxidadas y espadas embotadas. A bordo se estudian manuales del arte de la guerra. El Leander lleva una imprenta que publica los despachos del general en jefe. El 12 de marzo se iza por primera vez la bandera colombiana, aquel paño amarillo, azul y rojo (amarillo como tu pelo, azul como tus ojos, rojo como tus labios, mi adorada Catalina).

La noche del 27 de abril se avista Puerto Cabello. Durante cuarenta minutos, dos buques españoles cruzan cañonazos con el Leander. La orden es de retirada. El barco de Miranda escapa, pero no así las dos goletas acompañantes. Los españoles capturan cincuenta y siete expedicionarios el 29 de abril. Diez prisioneros van a la horca. El verdugo arroja al fuego la bandera mancillada. Miranda es quemado en efigie: “…treinta mil pesos por el traidor, muerto o vivo, en nombre del Rey…”.

Miranda regresa. El primer día de agosto está en la bahía de Coro. El día tres desalojan a los españoles de la playa. Miranda ocupa Vela de Coro. En tierra firme aletea el paño tricolor. Entonces las fuerzas enemigas aumentan. Disminuyen los defensores. El agua escasea. “Las fuerzas expedicionarias deben ocupar posiciones en otro lugar del continente, no muy lejos.” Pero cualquier otra posición parece insostenible. Habrá que abandonar Vela de Coro el trece: sólo diez días después. Y escapar pronto hacia las islas. Dando tumbos: Aruba, Trinidad, Tortola. Hasta llevar a Europa la derrota en el diciembre de 1807.

Cádiz es muy caliente en julio. El olor a mar envuelve el bastión de La Carraca. Hay un torreón en cada ángulo del edificio. Tiene dos pisos el fuerte de las Cuatro Torres. A ras de tierra están los calabozos. Son pequeños y oscuros. Alguien descansa en el fondo. Una ventana estrecha. Sólo un hilo de luz. La cabeza blanca, inmóvil. El cuello atado a la pared. También los pies atados con cadenas. Cuatro años de cadenas. “Más pesadas son las cadenas que me colocaron mis compañeros en La Guaira.”

Los sacerdotes rodean el cuerpo. 14 de julio de 1816. Al fuego la ropa, la sábana, la cama. No habrá rito funerario. El cadáver en aquel cementerio gaditano. Es Francisco de Miranda: el Precursor. Una tumba entreabierta en Caracas. Un cenotafio de mármol desde 1896. Hispanoamérica ha sido escasamente eso: un sepulcro vacío que aguarda las cenizas del sueño extraviado.

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