En una intensa oratoria ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, el presidente Luis Abinader reclamó la participación internacional en el salvamento haitiano. Las palabras del mandatario, con justeza, han vivificado una irrebatible noción: “No hay, ni habrá jamás una solución dominicana a la crisis de Haití”.
Hace siete años que publiqué (en el fragor de esa hosca cercanía con nuestros vecinos y sus aliados coyunturales) una reflexión basada en la circunstancia demográfica, económica y espacial concerniente al rescate del pueblo de Toussaint L’Ouverture. La titulé “Un ejercicio de equidad”.

Aún percibo en aquel razonamiento la tenacidad de unas cogniciones históricas y de innegables principios de sobrevivencia. Argumentos, unos y otros, que brindan razón de ser y sustento a la causa nacional invocada con ardor por el presidente Abinader.

La tragedia del pueblo haitiano estremece los corazones de las naciones civilizadas. Pocos hay, es cierto, que no se conmuevan ante la desdicha histórica y el desamparo que abate a nuestro vecino. Países como Francia, Canadá, los Estados Unidos y Venezuela se han constituido, así, en sus más decididos protectores. Por causas imputables a cierto ‘fátum’ histórico y geográfico, parecería inevitable la incorporación de nuestro país a ese círculo de tutela social. Dada la complejidad del caso, aceptamos, sin más, nuestra membresía como un quinto afiliado a dicho cenáculo.

Así las cosas, podría entenderse como decididamente justo el que los cinco socios tomen bajo su responsabilidad los costos de mitigar la orfandad material (también inmaterial) del pueblo de Toussaint L’Ouverture.

Tan sólo como hipótesis de trabajo, consideremos que el más efectivo remedio a la situación haitiana, en una primera fase, consistiría en la disminución de su carga demográfica, digamos, en unos tres millones de individuos (cerca del 30% de los pobladores actuales), quienes serían acogidos en los cinco territorios amigos según la capacidad relativa de cada país. Es fácil explicar que sólo con esta reducción podrá obtenerse un incremento de casi 43% ([1.00/0.70]–1.00=42.8%) en la asignación per cápita de cualquier ayuda recibida, en el futuro, a favor de los siete millones de haitianos no movilizados de su territorio.

Proponemos, con tal objeto, una equitativa partición del auxilio multinacional en función de parámetros de objetividad indiscutible, tales como: (1) la capacidad económica de cada nación solidaria, expresada a través del PIB global y del PIB per cápita; y (2) su capacidad de absorción territorial, medida en términos de la superficie total y de la densidad de población por kilómetro cuadrado.

Como una ilustración inicial, el Cuadro #1 muestra el PIB de las cinco economías, a la vez que determina sus tamaños relativos y, por igual, estima la capacidad individual asociada a una cuota justa para asimilación de los tres millones de emigrantes. (Se han utilizado las cifras del Banco Mundial actualizadas al 2012).

Luego, el Cuadro #2 presenta la asignación de cupos basada en una noción distributiva según el PIB por habitante que, de modo general, calcula la suficiencia económica media de los individuos de cada país.

En el Cuadro #3, la prorrata de emigrantes se fundamenta en la extensión territorial comparativa, respecto a la superficie global que ocupan los cinco países.

El Cuadro #4 analiza el equilibrio de la distribución en términos de los metros cuadrados de territorio disponibles por habitante en cada país (cifra que expresa el inverso de la densidad poblacional correspondiente).

El Cuadro #5, finalmente, muestra el promedio de cuotas calculado según las cuatro premisas antedichas.

Esta última tabla indica que la porción de emigrados que equitativa e imparcialmente correspondería a la República Dominicana alcanza un 1.3% del total de los tres millones que acogerían los cinco países. En tal caso, esa justa proporción nos comprometería a integrar nada más que 39 mil individuos dentro del territorio dominicano. Nadie duda que en la práctica, y obviamente antes de la hipotética distribución de los tres millones de haitianos, el número de ellos que circula hoy en nuestras calles y caminos (¿será novecientos mil, un millón o un millón doscientos mil?) es marcadamente superior; quizá el doble o el triple de las cuotas humanitarias que, sumadas, corresponderían a Francia y a Venezuela.

Todo esto se trae a colación sólo con el objeto de brindar una perspectiva sensata y justa de la actual circunstancia. Más aún porque la tozuda verdad, la rabiosamente obstinada realidad comprueba, sin ninguna duda, que los dominicanos no son culpables, ni han de ser convictos y castigados por las tribulaciones hereditarias del pueblo haitiano.

De ellos logramos zafarnos, entiéndase, a duras e inhumanas penas, hace ya ciento setenta años. Tiempos aquellos en los que Haití, dueño de un poderoso aparato militar y de ciertos pujos imperiales, convertía en humo y en charreteras doradas los recursos que en la era napoleónica hicieron de ese territorio “la más productiva de todas las colonias francesas”. Días, también, en los que Alexandre Petión, con la elegante generosidad del pudiente, entregaba a Simón Bolívar pertrechos militares, barcos y dinero para apoyar su lucha contra España.

¿Qué ocurrió, entonces, con el vigoroso Haití, con el airoso gobierno de esclavos manumisos que fieramente ocupó nuestro suelo durante veintidós años, y que hasta llenó de armas la alforja guerrera del Libertador? ¿Podría alguien, a lo mejor don Mario Vargas Llosa, explicar las razones (acaso antropológicas más que de sociología política) del retroceso, de la sombría metamorfosis regresiva (económica, institucional, ecológica) que sucediera durante los últimos ciento cincuenta años en el lado occidental de nuestra isla?

Tal vez no sea un dominicano el más indicado para responder tan apremiantes cuestiones. Esto así porque éramos y caminábamos, en aquel tiempo, sobre un territorio aislado, despoblado y paupérrimo, donde sólo la tenacidad de un puñado de seres de luz hizo viable el nacimiento de un país como el nuestro. Nación pequeña, pero con una razón de ser y una visión optimista, serenamente dirigida hacia el porvenir. Regida ahora por instituciones imperfectas, es cierto, pero estables y cada vez más firmes. Una comunidad decorosa, sin discriminación ni rencores, y donde no tienen cabida los belicismos ni las malquerencias. Ésa, y no la que erradamente definen algunos, es la República Dominicana de nuestros días.

Habría que sumergirse, pues, en la historia de los últimos doscientos años para entender claramente lo que fuimos, lo que somos y hasta de qué seríamos capaces frente a un acoso como éste: auténticamente atolondrado, inicuo y sin perspectiva alguna de éxito.

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