Dice Tulio Arvelo que el camino de regreso a Luperón lo desandaron en apenas cuatro horas. Creían haberse alejado a una prudente distancia del poblado durante los dos días en que trataron de escapar en dirección a la frontera haitiana, pero no habían hecho más que andar en círculos.

Una de las cosas que sorprendió a los prisioneros fue el número de guardias que se fue sumando en el breve camino de regreso a lo que en principio era un pequeño grupo. Por primera vez se dieron cuenta de cuán numerosas eran las patrullas que se habían destinado a perseguirlos. En un par de ocasiones, mientras pugnaban por evadir la persecución, habían avizorado desde lejos a unas patrullas de guardias, pero parecía que lo que buscaban en realidad era evitar el encuentro. En ningún momento se internaron en los montes en su busca y sólo hicieron su aparición cuando los campesinos hicieron contacto con ellos. Tenían órdenes de buscarlos y los buscaban, pero tal vez no querían encontrarlos, toparse con ellos en lo que podría ser un combate a muerte. Sólo después de la emboscada, cuando fueron hechos prisioneros y maniatados, empezó a hacer acto de presencia el grueso de las tropas. Aparecían cada vez más, en manadas, y se incorporaban victoriosamente a la marcha.

También aparecían por el camino multitud de curiosos que miraban con pena a los prisioneros y cuchicheaban entre sí. Todos los daban por muertos, desde luego, muertos vivos que caminaban hacia un destino inexorable. Tulio Arvelo, en cambio, por alguna razón desconocida, dice que siempre tuvo la seguridad de que saldría con vida. Una extraña certeza o convicción que Miguelucho también compartía.

A la entrada de Luperón los recibió un capitán ecuestre que esgrimía una pistola, un capitán exhibicionista que se pavoneaba a lomo de un corcel y trataba de tirar tiros al aire con una pistola que siempre se encasquillaba. Era la pistola que había pertenecido a Manuel Calderón Salcedo, una pistola casquivana que parecía negarse a disparar en manos del capitán.

El capitán obligaba a caracolear su montura, hacía cabriolas, trataba de impresionar a los prisioneros, se hacía el gracioso, se burló incluso de los galones de coronel que ostentaba en su vestimenta el comandante Ornes y le preguntó que dónde los había conseguido.

«Horacio le contestó con aplomo y mirándolo directamente:

En la guerra de Costa Rica.

El capitán espoleó su corcel y se dirigió al galope hacia el centro del pueblo no sin antes soltar una sonora carcajada.

Cuando el militar desapareció de nuestra vista. Miguelucho me comentó: ‘Ese capitán fue uno de los que participó en la muerte de mi hermano Fabio cuando lo asesinaron en 1935’.

A poco llegamos al cuartel del ejército. Delante de nosotros el mismo capitán del caballo llamó por teléfono a Santiago y reportó nuestra captura. Parece que la respuesta recibida fue que se nos diera buen trato porque de inmediato ordenó que nos prepararan comida y se nos alojara en el mismo cuartel. De inmediato nos dieron café negro y a la media hora ya estábamos comiendo un suculento plato de arroz con habichuelas, carne y plátanos salcochados con ensalada de tomates y pepinos. A excepción de Horacio, todos repetimos la comida. Mientras tanto conversábamos con los soldados que nos la sirvieron”. (1)

Durante los días que pasaron en el cuartel del ejército de Luperón y luego en las mazmorras de la Fortaleza Ozama lo que más atenazaba la curiosidad de Tulio Arvelo era el destino que habían corrido los muchos hombres y equipos involucrados en la expedición. Lo atormentaba en particular el desconocimiento de lo que había sucedido con Gugú y Manuel Calderón, con los aviones que habían partido un día antes que ellos en el Catalina y con los hombres del Frente Interno que habrían debido hacer contacto con ellos y reunirse a treinta kilómetros del lugar de desembarco. Los hombres conocedores de la región que habrían debido recibir las armas y constituirse en un pequeño ejército al mando de Horacio Ornes Coiscou. Las armas que ya estaban en manos del ejército de la bestia.

Habían pasado solamente cuatro días desde que recibimos la señal de partida allá en el Lago Izabal en la costa atlántica de Guatemala. Sin embargo, sentado en el suelo del cuartel del ejército en Luperón esperando que se decidiera nuestra suerte, me parecía que habían pasado muchos más días desde aquel momento. La rapidez del desarrollo de los acontecimientos no me habían dado tiempo para recapacitar acerca de las muchas interrogantes que me faltaban por resolver para completar la historia de ese lapso preñado de experiencias tan extraordinarias. Entre todas las lagunas que tenia habían tres que me preocupaban sobremanera. Como cuestión más inmediata me atormentaba el destino de Gugú y de Manuel Calderón.

Otra de mis grandes preocupaciones era: ¿Qué había sucedido a los otros grupos? ¿Habían llegado y estarían luchando en otros sitios o habían sido capturados como nosotros? ¡O era cierto lo que nos habían asegurado, esto es, que éramos los únicos que habíamos llegado?

Y por último, ¿Qué había pasado con los miembros del Frente Interno que esperaban a treinta kilómetros de Luperón las armas que a esas horas estaban en poder de Trujillo?

Tendría que pasar mucho tiempo para que conociera las respuestas a esas interrogantes.

La primera que logré conocer fue el destino de Gugú y de Manuel Calderón. A los pocos días de estar presos en la Fortaleza Ozama de Santo Domingo tuvimos el primer indicio de cuál había sido la suerte de esos dos compañeros. Nos habían bajado al patio del recinto carcelario para retratarnos juntos a las armas que habíamos traído en el Catalina. Todo nuestro arsenal había sido cuidadosamente distribuido en el suelo en un semicírculo en cuyo centro nos colocaron para hacer unas fotografías. Cerca del sitio escogido para que nos colocáramos habían puesto las pistolas calibre cuarenta y cinco. Entre ellas se destacaba la que había pertenecido a Horacio. La reconocimos porque estaba pavonada en oro. Al verla nos miramos instintivamente pues sabíamos que a última hora y debido a la enfermedad de Horacio, quien portaba esa pistola era Gugú y que en el momento de la retirada del bohío en que nos preparaban la comida, éste la llevaba oculta bajo su camisa.

La presencia de esa arma allí significaba que Gugú también había sido hecho preso y como no estaba con nosotros pensé que lo habían matado junto con Manuel.

Más tarde cuando comenzaron a instruirnos el proceso, en los interrogatorios se me informó y así constaba en el expediente que tanto Gugú como Manuel habían sido muertos porque al ser localizados por una patrulla en la noche del día siguiente a nuestra captura no obedecieron a la orden de rendimiento por eso los soldados se vieron en la necesidad de dispararles y matarlos.

Esa fue la versión oficial; pero la realidad fue otra muy distinta. Según una fuente digna de crédito proveniente de círculos oficiales muy ligados a la tiranía, ambos fueron capturados y llevados al mismo cuartel de Luperón. Se reportó su captura a Santiago y desde esa ciudad se dio la orden de que fueran sacados de la población y fusilados porque ya Trujillo tenía en los primeros capturados las evidencias necesarias para presentarlas ante los organismos internacionales a la hora de argumentar que había sido atacado desde el exterior por sus enemigos tradicionales entonces personificados en los gobiernos de Cuba, Guatemala y Costa Rica.

Cuenta un testigo presencial que cuando Gugú se enteró de que estábamos vivos y presos en Santiago, dio brincos de contento porque por la manera como se habían desarrollado los incidentes de nuestra captura pensaba que habíamos muerto y que solamente él y Manuel habían quedado con vida. Pero su júbilo le duró poco porque en esos precisos momentos llegó la orden de su fusilamiento. Ambos fueron amarrados y sacados del pueblo por la patrulla que los asesinó.” (2)
(Historia criminal del trujillato [135])

Notas:
(1) Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón. Memorias de un expedicionario”, p. 198,199

(2) Ibid., p. 200, 201 l

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