La versión de los argonautas que leí en esa época (allá por los años cincuenta del pasado siglo), era una versión edulcorada, «adaptada a la juventud», en la que no aparecían muchas de las historias escabrosas que deleitan al lector adulto y que con tanta frecuencia adornan las mejores páginas de la mitología grecorromana y judeocristiana. Esas que tanto les deben a las de Mesopotamia y Egipto.

La misma historia del vellocino, que el usurpador Pelias le cuenta a Jasón al inicio, es de por sí bastante escabrosa y me pareció una injusticia y me causó gran tristeza. El vellocino de oro, que había sido en principio un carnero alado (lo que nosotros llamaríamos impropiamente un ovejo volador), pertenecía a un dios llamado Hermes y había brindado un gran servicio a dos hermanos que se encontraban en un gran peligro y recibió en pago la muerte.

El caso es que la diosa Néfele lo manda a salvar a sus hijos Frixos y Hele de su despiadada madrastra. El carnero logra salvarlos y se los lleva volando sobre el mar. Lamentablemente Hele se cayó al agua y pereció en un lugar que desde entonces recibe el nombre de Helesponto, el mar de Helé, correspondiente a lo que hoy se llama estrecho de los Dardanelos.

El otro hermano, Freixo, llegó bien a su destino y para dar gracias a los dioses no se le ocurrió otra idea que sacrificar el carnero al cual debía la vida y dejó la piel en un bosque sagrado al cuidado de un dragón o una serpiente. Mejor hubiera sido que también se hubiera caído al agua. Por ingrato.

Así lo cuenta Apolonio de Rodas:

«Invitó a Jasón al banquete en el que se honraría al dios Neptuno y otras deidades del Olimpo, mas omitió el rey rendir homenaje a la diosa Juno, concitándose así su enemistad.

»—Narradme, ¡oh, noble señor! —exclamó Jasón, satisfecho de la cordial acogida de Pelias—, la historia del vellocino, y las circunstancias en que fué perdido.

»Meditó Pelias unos instantes, y luego repuso con acento majestuoso:

»—Voy a satisfacer, ¡oh, mancebo!, tus deseos. Atiende con cuidado. Atamante y Néfele tuvieron dos hijos por descendientes: Frixo y Hele. Perseguidos éstos por las acechanzas de su cruel madrastra, quisieron alejarse de Grecia utilizando para ello un carnero de vellón de oro, donativo del dios Mercurio.

»—Permíteme, ¡oh, rey!, que te interrumpa, pues tu narración me interesa sobremanera. Algo había oído referente a esos hermanos, pero el relato llegó a mí, confuso. ¿Lograron escapar a los furores de su cruel enemiga?

»Meditaba Pelias la respuesta, combinando en su imaginación las trazas que hicieran imposible el cumplimiento de las condiciones, y contestó así:

»—Abandonaron ambos hermanos las costas de Grecia, mas en su fuga, Hele cayó al mar, recibiendo por ello las aguas que franquean el misterioso Ponto Euxino, en honor de la doncella, el nombre de Helesponto. Frixo continuó su marcha hacia la Cólquide, en la que reinaba entonces Etas; allí sacrificó el carnero a Júpiter y su piel, cubierta de vellón áureo, quedó colgada en las ramas de una encina sacra.

»—¿Qué he de hacer yo? —interrogó el mancebo.

»—Has de ir a esa región misteriosa y traer el vellocino de oro. A tal precio, sin derramamiento de sangre, te otorgaré el cetro que perteneció a tus antepasados.

»—¿Y qué medios pondréis, ¡oh, rey!, a mi disposición para que pueda realizar la te- meraria empresa?
»Sonrió el monarca, al ver que su astucia despertaba las ambiciones de Jasón, y continuó así:

»—Te daré una hermosa nave, y llamarás, para que la tripulen, a hombres de todos los confines de Grecia; ellos se denominarán, como tú, argonautas, pues Argo será el apelaivo de la nave que te ofrezco». (1)


Mayor tristeza y agravio me causó saber lo que pasó al final con Medea y Jasón pues también ella sería víctima de una injusticia.

Fue ella quien sumió al dragón insomne que custodiaba el vellocino en un pesado sueño, fue ella y sólo ella la que hizo posible que Jasón lo obtuviera, la que ayudó a Jasón a vencer a unos toros con pezuña de bronce, la que abandonó por amor a Jasón todos los privilegios y lujos de que gozaba: su palacio, su padre, su corona de princesa, la que venció al gigante Talos que amenazaba con destruir la nave:

«La obedecen en silencio, y la maga apoyada en el brazo de Jasón, sube a cubierta, y saltando de banco en banco, se coloca en el punto más elevado de la nave; desde allí, vuelve el rostro hacia la atalaya, y extiende en dirección de Talo, sus manos. Ha subido Medea envuelta en un manto de púrpura, y entona por tres veces trágica cantilena, evocando a las Parcas dominadoras del éter, y a medida que su voz se eleva sobre el rumor de las olas, sus pupilas lanzan rayos que van a clavarse en el formidable cuerpo del monstruoso enemigo.

»No necesita la maga valerse de agudas flechas ni de flamígeros aceros, sino que su mirada centelleante va derritiendo el bronce, y cuando Talo se preparaba a arrojar un enorme peñasco para cerrar la entrada del puerto, la mirada de Medea se fija en el débil tendón, y por allí goteando plomo, y no sangre, empieza a escapársele la vida al gigante. Balancéase el cuerpo al que apenas pueden sostener ya los pies, las horrísonas pupilas quedan opacas, y el monstruo cae en las aguas de la isla de Creta impotente para guardarla». (2)

En la versión edulcorada, «adaptada a la juventud», Medea y Jasón se casan y tienen hijos y un amor que parece eterno y Jasón regresa felizmente a reclamar su premio:

«Por fin, un día, costeando la península roqueña del Atica, y dejando atrás ínclitas ciudades, penetran en la ensenada de Pagasa, donde son recibidos entre atronadores aplausos por entusiasta muchedumbre que recuerda la partida del Argo a la conquista del fabuloso vellocino de oro».

Sin embargo, lo cierto es que cuando llegan al palacio de Pelias y le entregan el vellocino, éste se niega a cederle el trono a Jasón. Medea se desquita haciendo que las propias hijas le quiten la vida, quizás con su consentimiento. Las convence, con malas artes, de que podían rejuvenecerlo, proporcionarle la eterna juventud si lo descuartizaban y hervían en una poción mágica que había preparado. Muy drogadas o estupidizadas por la magia de Meda debían estar las hijas para hacer lo que hicieron y muy loco debía estar Pelias si acaso consintió.

Aún así, Jasón no conseguiría el trono y emigró con Medea a la región de Corinto, tuvieron tres hijos y vivieron felices, al menos por unos diez años. A la larga, Medea sufriría la peor de las injusticias, la peor afrenta, pero mucho peor fue lo que ella se hizo a sí misma. El ingrato Jasón se enamoró de esa manera perrícola o perruna en que suelen enamorarse los hombres y la recompensó por todos sus inigualables servicios y sacrificios con la traición más humillante. La dejó por otra. La dejó por otra más joven y mejor dotada. Sucumbió a los encantos de la hija del rey de Corintio, se mostró dispuesto a abandonarlo todo para casarse con la hija del rey de Corintio y convertirse en rey. No sé qué estaba pensando Jasón en esos momentos, pero debió saber que una mujer como Medea no iba a tolerar infidelidades. Medea medita, en efecto, una venganza terrible, envió a la feliz consorte un manto y una corona envenenados. La esposa muere en medio de horribles dolores y muere el padre que la toca y Jasón queda viudo y alborotado. Para peor, en un rapto de mayor locura, enferma de dolor y desamor, y para causarle mayor sufrimiento, hizo Medea lo último que uno pensaría que haría una madre: mató también a sus propios hijos. Se infligió a sí misma, para infligir al padre de sus hijos, el peor infierno.

Otra versión menos truculenta afirma que fueron los corintios los que asesinaron a los niños porque Medea había mandado con ellos los venenosos regalos.

Muchas cosas no han cambiado desde entonces. Jasones y Jasonas y Medeas y Medeos se siguen sucediendo en la historia intermitentemente.

Notas:
«Los argonautas», poema épico de Apolonio de Rodas, adaptado a la juventud por Carmela Eulate.
Ibid
Ibid l

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