Muchas cosas andaban mal en Cayo Confites, y cuando nadie pensaba que podían ir peor comenzaron a agravarse, hicieron crisis, o más bien implosionaron.

El aprovisionamiento de agua y comida fue siempre difícil y precario y mantenía a los hombres en permanente estado de ansiedad. La convivencia con las moscas y los mosquitos y las epidemias era insoportable, casi tan mala como la convivencia armada entre gente de tan diversa mentalidad, educación y procedencia. En el cayo había idealistas dispuestos a darlo todo y había bandas de ladrones dispuestos a robarte el alma y que obligaban a muchos legionarios a andar con sus efectos personales a cuesta.
Había oportunistas, aventureros y tramposos, gente de bien en su mayoría y gente de mal que todo lo corrompía. Reinaba entre ellos la desconfianza, la desconfianza y hostilidad entre dominicanos y dominicanos, entre dominicanos y cubanos y sobre todo entre cubanos y cubanos. Las riñas y altercados y los insultos eran frecuentes. Hasta en el estado mayor se discutía con acritud por cualquier cosa. Es posible que ni siquiera hubieran llegado nunca a un acuerdo sobre el lugar en que efectuarían el desembarco.

El más purulento y podrido foco de descomposición moral y de tensión y provocación y la mayor amenaza a la convivencia y la disciplina provenía de los hombres de Masferrer, de los matones de Masferrer. De ese mismo Masferrer que parecía cada día más haber sido enviado al cayo por los enemigos.

Los hombres de Masferrer se entretenían a menudo lanzando objetos e insultos contra los miembros del batallón Guiteras mientras estos descansaban. Jugaban un poco con fuego porque se trataba del batallón mejor equipado y disciplinado, integrado además por auténticos revolucionarios, bajo el mando de un teniente coronel, llamado Eufemio Fernández, que no era un improvisado. Fernández tenía formación militar, era un tipo aplomado, sereno, profesional, que infundía respeto e inspiraba simpatía.

En la disciplina de los hombres del batallón Guiteras y la entereza de su comandante confiaban quizás los hombres de Masferrer para atreverse a provocarlos sin temor a una respuesta o represalia. Hasta que un día se rebosó la copa. Esa vez Fernández y Masferrer discutieron agriamente cuando Fernández le llamó la atención sobre el comportamiento de sus hombres y Masferrer se retiró taimadamente. Pero las provocaciones no cesaron. Sólo la sangre fría, la serenidad y entereza de Eufemio Fernández evitaron a la larga lo que pudo haber sido un enfrentamiento armado que hubiera puesto punto final a la aventura de Cayo Confites. (1)

Con justa razón Ángel Miolán se quejaría amargamente de que “No solo las epidemias, en constante crecimiento sino también la desintegración interna, generada por los intereses antagónicos de todo tipo, lo mismo que la anarquía, fruto de la desesperación, daban la impresión de que en cualquier momento la expedición desembocaría en un fracaso total”. (2)

Lo cierto es que, a esas alturas, probablemente lo único que los expedicionarios tenían en común era el deseo de abandonar el cayo, largarse del fatídico Cayo Confites. Un nuevo elemento, esta vez atmosférico, les daría muy pronto otro motivo aún más apremiante para desear marcharse.

Dicen que la noche se pone más oscura cuando va a amanecer, pero hay veces en que cuando la noche está más oscura se pone todavía más oscura y cuando parece que todo está perdido se pierde efectivamente todo. Los muy sufridos hombres de Cayo Confites creían que habían tocado fondo, que habían llegado al fondo del abismo, pero el abismo no tenía fondo, y ni siquiera sospechaban lo que se les venía encima, literalmente encima. La furia de todos los vientos, de todos los elementos, parecía haberse conjurado contra los expedicionarios.

Una brisas agoreras empezaron a hacerse sentir, ráfagas violentas de viento perturbado azotaron el islote, repentinos chubascos y olas encrespadas empezaron a causar preocupación. Las noticias que se captaban por la radio era más que inquietantes. Se hablaba, por desgracia, de una perturbación atmosférica. Muy pronto sabrían que se trataba de un ciclón. Si en algunas ocasiones habían padecido sed y hambre, los expedicionarios ahora correrían peligro de morir ahogados, de ser arropados y arrastrados por las olas mar afuera o reventarse contra los arrecifes.

Según las informaciones que escucharon en la radio, toda la región estaba amenazada. El cayo estaba como se sabe a ras de mar y los expedicionarios morirían en el diluvio o serían lanzados al aire por los vientos pues en el casi pelado cayo no había protección. Nada resistiría un choque frontal con el meteoro que se acercaba.

Por fortuna el ciclón no golpeó directamente el cayo, pero los efectos colaterales se hicieron sentir y con fuerza. En un primer momento se pensó en sacar a Juancito Rodríguez, pero el mal tiempo arreció de repente y ya no hubo nada que hacer. Dice Humberto Vázquez García que durante tres días y tres noches los expedicionarios fueron azotados por aguaceros huracanados que los calaron hasta los huesos. Tres días y tres noches sin dormir, tres días y tres noches sin sosiego, tiritando de frío y temiendo lo peor, dándose a veces por muertos, encomendándose a Dios y a las once mil vírgenes. El mar estuvo a punto de arropar el cayo, de penetrar por la parte más baja y cortarlo en dos. El pánico llegó a cundir en las filas. Sobrevivir no parecía una opción.

Pero faltaba todavía un ingrediente para empeorar las cosas. El buque Aurora se había quedado varado o mejor dicho incrustado en un banco de arena y las olas lo sacudían como a un muñeco. No era algo que debía tener mayor importancia en esos momentos de no ser porque el buque estaba cargado de dinamita y en cualquier momento podía reventar. Se ordenó entonces a los hombres que se movilizaran a uno de los extremos del cayo, lo más lejos posible de la corta distancia a la que se encontraba el barco.

Alguien tuvo entonces la iniciativa —la más feliz de todas las iniciativas de ese día—, de recurrir a los buenos servicios de quien parecía ser el el más diestro y más valiente de todos los marinos que integraban la expedición. Se llamaba Ramón Emilio Mejía del Castillo, alias Pichirilo, el muchas veces heroico dominicano que apodaban Pichirilo, el mismo Pichirilo que sería héroe de Cayo Confites, timonel del Gramma, héroe de la revolución cubana, héroe de la insurrección de abril de 1965…

El hecho es que Pichirilo y otros marinos tuvieron el temerario valor de subir de alguna manera a bordo del inestable y potencialmente explosivo Aurora y al cabo de una lucha de cuatro horas lograron desencallar y salvar la nave y evitar que se produjera la temida explosión. Una proeza que fue aplaudida por todos los expedicionarios. (3)

(Historia criminal del trujillato [110])

Notas:

Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites”, págs. 204, 205.
Citado por Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites”, p. 205.
Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites”, págs. 251-252

Bibliografía:

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator.

Dr. Jorge Renato Ibarra Guitart. Instituto de Historia de Cuba, “La expedición de Cayo Confites, Su escenario hemisferico”

(https://www.institutomora.edu.mx/amec/XVIII_Congreso/JORGE%20RENATO.pdf)Robert D.

Los servicios de inteligencia de Trujillo y Cayo Confites

Bernardo Vega (https://catalogo.academiadominicanahistoria.org.do/opac-tmpl/files/ppcodice/Clio-2020-200-033-049.pdf)

Expedición de Cayo Confites

(https://www.ecured.cu/Expedici%C3%B3n_de_Cayo_Confites)

Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón . Memorias de un expedicionario”.

Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites”

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