Los expedicionarios sobrevivientes se despidieron del Catalina y de los restos de sus compañeros muertos con una mirada vacía, desangelada. Nadie dijo una palabra, nadie habló, rindieron un homenaje silente y se alejaron.

Atrás quedaban Hugo Kundhart, Alfonso Leyton, Alberto Ramírez y Salvador Reyes Valdés. Este último había acudido al llamado del quejumbroso Hugo Kundhart, mientras trataba de desencallar el avión, y, como ya se dijo, por alguna razón desconocida no logró salir a tiempo o alejarse lo suficiente.

Con excepción del nicaragüense Alberto Ramírez, que ya estaba muerto, todos perecieron en la explosión del Catalina y sus cuerpos fueron calcinados, si acaso no ocurrió lo peor. (1)

La acción que habían emprendido los guerrilleros del Catalina terminó en cuestión de una hora o quizás menos, terminó en un fracaso rotundo. Sin embargo, los hombres que habían participado no carecían de entrenamiento, incluso de experiencia militar, unos se había fogueado en la guerra de Costa Rica y Gugú Henríquez era un veterano de la segunda guerra.

El hecho es que todo lo que podía salir mal salió mal y el grupo de combatientes se había reducido a siete. Cuatro habían muerto en el Catalina y el nicaragüense Alejandro Selva había decidido probar suerte con los tres miembros norteamericanos de la tripulación. Ingenuamente pensaban que por su condición de ciudadanos del imperio serían respetados por los guardias de la bestia.

Unos meses después, cuando los siete fugitivos ya habían sido apresados y encarcelados, sabrían que la suerte de los otros cuatro no los había favorecido. Apenas tres días después del desembarco fueron capturados, probablemente maltratados a culatazos y ejecutados sumariamente. Hablarían en inglés, protestarían en inglés, mostrarían tal vez sus documentos en inglés, pero las órdenes de la bestia eran dar con ellos un ejemplo y se dio un ejemplo.

Mucho tiempo pasaría igualmente para que los sobrevivientes de Luperón supieron lo que había sucedido con los hombres del frente interno que debían estar y no estaban, los hombres que no estuvieron donde debían estar, que debían haber estado esperándolos en algún lugar y sumarse a sus fuerzas. Los hombres del frente interno nunca aparecieron porque sus líderes habían desaparecido. Esos dirigentes del frente interno, de la región de Puerto Plata en su mayoría, habían sido traicionados antes de la llegada de los hombres de Luperón y se habían dado cuenta de la traición, de que eran perseguidos, vigilados a todas horas.

Dice Tulio Arvelo que «Trujillo tenía conocimiento de que los principales dirigentes de ese grupo eran Fernando Suárez y Fernando Spignolio. Estaba enterado de que hacía tiempo habían recibido algunas armas desde el exterior y que esperaban otras que les serían llevadas dentro de poco; pero no sabía ni la hora ni el sitio de llegada. El traidor que lo había informado no tenía esos datos porque los lugares de desembarco y sus fechas exactas no habían sido divulgados a nadie. Ya antes me referí a lo celoso que era don Juan a ese respecto. Por eso lo más que se había llegado a permitir fue colocar a treinta kilómetros de nuestro sitio de arribo a los hombres que debían hacer contacto con nosotros.

»Trujillo tenía vigilados a esos dos dirigentes. Estos por su parte se habían dado cuenta de que les seguían los pasos. Por esa razón cuando supieron que la invasión era inminente, no salieron de Puerto Plata y se quedaron en la casa de uno de ellos en espera de noticias para movilizase tan pronto tuvieran el aviso de nuestra llegada.

»Cuando Trujillo se enteró del desembarco, inmediatamente ordenó que la casa en que tenía ubicados a Suárez y a Spignolio fuera atacada por fuerzas del ejército.

»Cuentan los vecinos que los soldados fueron implacables y que después de una verdadera batalla campal en la que los líderes del Frente Interno se defendieron valientemente al fin sucumbieron por lo desigual de las fuerzas. Los cadáveres de ambos fueron sacados de la vivienda acribillados a balazos.

»Pero no fueron éstas las únicas víctimas producidas por la traición. También Negro Sarita y sus hermanos fueron perseguidos y asesinados por los esbirros de la dictadura.

“Después del desembarco, Trujillo ordenó que se investigara en los alrededores de Luperón con el fin de conocer cuales campesinos se habían movilizado en los días que lo precedieron. Todo aquel que no pudo justificar su traslado de un sitio a otro se hizo sospechoso de colaboración con nosotros y muchos pagaron con sus vidas el haberse hecho reos de esas sospechas». (2)

Por eso ahora se encontraban tan solos y desamparados y además desorientados. Después de mucho andar, ninguno sabía exactamente donde se encontraba. Lo peor es que, con la premura que llevaban al escapar del hidroavión, apenas tuvieron tino o tuvieron tiempo de llevarse unas pocas armas, dos cantimploras y dos frazadas, según dice Arvelo.

La idea era dirigirse hacia Haití y cruzar la frontera, pero en lugar de caminar hacia Haití lo hacían en círculo, tratando de alejarse de Luperón, caminando con desesperación hacia ninguna parte por unas tierras que, como sabrían después, pertenecían en parte al padre de Hugo.

«Esa primera noche caminamos sin detenernos. Hablamos muy poco durante ese lapso. Nos cogieron los claros del día subiendo un pequeño cerro desde donde dominábamos un bello paisaje; pero sin
la menor idea del sitio en donde nos encontrábamos. Al salir el Sol nos orientamos y nos dirigimos hacia el Oeste en busca de la frontera con Haití». (3)

(Historia criminal del trujillato [131])
Notas:
(1) A manera de humillación los cuerpos calcinados de Hugo Kundhart, Alfonso Leyton, Alberto Ramírez y Salvador Reyes Valdés fueron enviados al depósito de cadáveres del Instituto de Anatomía de la Universidad de Santo Domingo, la única del país, para que fueran diseccionados en las prácticas de anatomía por los estudiantes de medicina. Sin embargo, el Dr. Alejandro Capellán, a riesgo de su vida, se las arregló para mantenerlos aparte y los preservó durante trece años, hasta el fin de la tiranía. Entonces, solo entonces, hizo pública su iniciativa y los entregó a sus familiares.

(2)Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón. Memorias de un expedicionario”, págs., 204, 205
(3) Ibid., p.202

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