Miguel Servet nació en Aragón y murió en la peor de las hogueras, la hoguera a fuego lento. Y lo peor es que no hizo nada malo para merecerlo. Es decir no hizo nada, con excepción de contradecir a Calvino. Calvino había fundado un régimen teocrático en Ginebra y era dueño y señor de la ciudad y además era dueño de la única verdad, dueño de Dios y de Cristo y de la Santísima Trinidad. Era dueño de la religión en esa parte del mundo, y a Miguel Servet se le ocurrió llevarle la contraria y aparecerse además de visita o algo parecido en la ciudad de Ginebra. La ciudad de Calvino.

Veamos lo que dice al respecto Stefan Zweig en su maravilloso libro «Castellio contra Calvino»:
«Gracias a su extraordinaria capacidad organizativa, Calvino logró convertir toda una ciudad, todo un Estado de miles de ciudadanos hasta entonces libres, en una férrea maquinaria de obediencia capaz de exterminar cualquier iniciativa, de impedir cualquier libertad de pensamiento en beneficio de su doctrina exclusiva. Todo aquello que tiene influencia en la ciudad y en el Estado depende de su poder omnipotente: el conjunto de las autoridades y de las competencias, el magistrado y el Consistorio, la Universidad y la justicia, las finanzas y la moral, los clérigos, las escuelas, los alguaciles, las cárceles, la palabra escrita, la hablada e incluso la susurrada en secreto. Su doctrina se ha vuelto ley, y a quien se atreva a hacerle la más mínima objeción, la mazmorra, el destierro o la hoguera (esos argumentos con los que toda tiranía del espíritu pone sin más punto final a cualquier discusión), le enseñan rápidamente que en Ginebra sólo se tolera una verdad y que Calvino es su profeta. Pero el poder de este hombre, tan inquietante como él mismo, va más allá de los muros de la ciudad. El resto de las ciudades suizas confederadas le considera su aliado político más importante. El protestantismo universal escoge al violentísimo cristiano como general de los ejércitos espirituales. Príncipes y reyes procuran ganarse el favor del jefe de la iglesia, quien ha creado en Europa la organización más poderosa del cristianismo, junto a la de Roma. Ningún acontecimiento político de la época tiene lugar sin su conocimiento, apenas alguno contra su voluntad, hasta el punto de que manifestar hostilidad hacia el predicador de san Pedro es tan peligroso como hacerlo con el Emperador o con el Papa». (1)

Calvino también era dueño de sus feligreses, que no tenían vida propia y estaban sometidos a una estrecha vigilancia dentro y fuera de sus hogares, aparte de que todos estaban obligados por ley a vigilar a los demás. Era, pues, dueño de la ley y el orden. El culto religioso, en las iglesias y las comunidades calvinistas lo había reducido al hueso, a la más descarnada austeridad. La música y el arte y la lectura recreativa, los maravillosos vitrales con imágenes sagradas y el alegre sonido de las campanas habían sido desterrados. Los instrumentos y los altares y todo tipo de ornato habían desaparecido. Sólo se podía orar y recitar salmos.Todo lo demás era un exceso.

Entre otras cosas edificantes, el tenebroso Calvino enseñaba a sus fieles que el ser humano estaba podrido, corrompido, a causa del pecado original, a causa de que alguien se comió una fruta o cometió una desobediencia si se quiere. Ante semejante atrocidad, un dios psicorrígido sin el menor sentido de de la justicia ni de las proporciones decidió castigar a toda la humanidad. A todos los nacidos y por nacer por los siglos de los siglos amén.

A pesar, sin embargo de tanta alma podrida y echada a perder, el buen Dios escogía medalaganariamente, según decía Calvino, a un selecto grupo a los que garantizaba la salvación. No tenían que ser buenos ni honrados ni tener ninguna característica sobresaliente. El dedo de Dios los salvaba. Un gobernante malvado podía ser grato a los ojos de Dios y estar destinado a la salvación. El ser humano ganaba su salvación porque estaba predestinado. Los demás estaban condenados a las penas eternas, sin importar que fueran buenas o malas personas. Trujillo y Hitler y Stalin y Balaguer podrían estar en el paraíso de Calvino, y San Francisco de Asís y Miguel Guerrero en el infierno.

No era verdad, en consecuencia, como decían los católicos y luteranos, que el sacrificio del Cristo en la cruz nos trajo la salvación. Tampoco bastaba la fe, como afirmaban los luteranos, para alcanzar la gloria eterna. El sacrificio de Cristo fue para el beneficio exclusivo de un selecto club. El club de los predestinados.

De hecho, ya lo había dicho San Pablo:

«Dios conoce de antemano y llama a quienes se salvarán por la predicación del Evangelio; pues mediante la gracia irrepetible, éstos son atraídos a él, y las buenas obras no constituyen ningún mérito ante Dios para salvarse, sino una conducta también prevista por el Creador»

No sorprende por lo tanto que Calvino justificase la usura y cualquier forma parecida de hacer fortuna. Los capitalistas salvajes también podían ir al cielo. Por eso la «ética» de Calvino se asocia al espíritu del capitalismo.

La persona a la que Miguel Servet elige para polemizar o disentir, alguien a quien consideraba su amigo, es pues el más intolerante de los reformadores, quizás el más cruel de todos, aunque Lutero no se quedaba atrás. Calvino, téngase en cuenta, es la persona de la que alguien dijo que no sólo enseñó al hombre a odiar a los demás hombres sino a odiarse a sí mismo. En realidad Calvino era tan cristiano como Pol Pot era marxista.

¿Pero que fue lo que hizo Miguel Servet para irritar de tal manera a Calvino y ser martirizado en la hoguera? La hoguera a fuego lento que hizo arder al mundo de indignación.

«La muerte en la hoguera a fuego lento es el más horrible martirio entre todas las posibles clases de suplicio. Incluso durante la Edad Media, tristemente célebre por su crueldad, sólo se empleó con toda su atroz morosidad en casos extraordinarios. La mayor parte de las veces, los condenados eran estrangulados o narcotizados antes. Sin embargo, precisamente este modo de morir, el más terrible, el más cruel, es el que le fue destinado a la primera víctima de herejía del protestantismo. Y se entiende que Calvino, tras el grito de indignación de toda la humanidad, lo intentara todo para posteriormente, muy posteriormente, apartar de sí la responsabilidad por la especial crueldad con que se llevó a cabo el asesinato de Servet. Tanto él como el resto del Consistorio habrían hecho todo lo necesario, según cuenta él mismo —cuando el cuerpo de Servet hace tiempo que se ha convertido en cenizas—, para cambiar la pena de ser quemado vivo en la hoguera por otra más benévola —la de la espada—, pero que “su esfuerzo había sido en vano”: “genus mortis conati sumus mutare, sed frustra”. Sin embargo, en las actas del Consejo no se encuentra una sola palabra acerca de tal empeño». (3)

Notas:
(1)Stefan Zweig, «Castellio contra
Calvino», págs. 5, 6
(2) Ibid. págs. 142,143

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