A Nicolás lo conocí como quien dice en otra vida o por lo menos en otro siglo, en aquel lejano año (cada vez más lejano) de 1963. Fue el mismo año de mi ingreso a la carrera de química de la UASD y del golpe de Estado contra el gobierno de Juan Bosch cuando apenas cumplía siete meses. Fue el fin de un período de grandes ilusiones y el inicio de otro de grandes inquietudes y grandes luchas.
El estudiantado, al igual que la sociedad de esa época, estaba, en efecto, muy politizado, casi nadie era indiferente. Una mayoría de estudiantes militaba o simpatizaba con organizaciones de izquierda o de centro o de derecha. Los socialcristianos y los comunistas se disputaban el control del cogobierno de la universidad en reñidas elecciones y algunas veces se enfrentaban a balazos.
Era el grupo Fragua, de izquierda, contra el BRUC, el Bloque Revolucionario Social Cristiano. Los llamados entonces social-pistolas, a los que los que un funcionario del Consejo de Estado, el gobierno anterior al de Bosch, proveía con generosidad de semiautomáticas Browning.
La carrera de química, en la que me había inscrito, se impartía en el edificio de la Facultad de Farmacia, y era una facultad efervescente, un muestrario de todo el espectro político nacional. Allí conocí a los comunista del Partido Socialista Popular (PSP), con Nicolás Pichardo a la cabeza. Es decir, Nicolás Ernesto Pichardo Vicioso.
Nicolás era un tipo alto, interminablemente alto, que me llevaba la cabeza a pesar de mis seis pies. Alto e inquieto y habilidoso, con una vena de artista y dotes musicales. Era un discreto pianista, era dibujante, un muy buen pendolista, un calígrafo, y un infatigable activista político, un subversivo irreductible.
El hecho es que la gente del PSP (Nicolás Pichardo, Manuel Ortiz, José Casanova y otros) me cayó como un enjambre desde el primer día y no hubo necesidad de esforzarse para convencerme de ingresar al PSP. Yo era simpatizante del grupo Fragua y andaba por ese tiempo, como en el poema de Roque Dalton, «Buscándome líos»: el poema en que Roque Dalton describe, y desmitifica, su ingreso al partido:
«La noche de mi primera reunión de célula llovía / mi manera de chorrear fue muy aplaudida por cuatro / o cinco personajes del dominio de Goya / todo el mundo ahí parecía levemente aburrido / tal vez de la persecución y hasta de la tortura diariamente soñada. / Fundadores de confederaciones y de huelgas mostraban / cierta ronquera y me dijeron que debía / escoger un seudónimo / que me iba a tocar pagar cinco pesos al mes / que quedábamos en que todos los miércoles /y que cómo iban mis estudios / y que por hoy íbamos a leer un folleto de Lenin / y que no era necesario decir a cada momento camarada. / Cuando salimos no llovía más / mi madre me riñó por llegar tarde a casa».
A partir del golpe de Estado de 1963 y la instauración de un gobierno de facto, el fatídico Triunvirato, la universidad se vio convertida en un santuario. El fuero universitario, aunque nadie podía garantizar que sería respetado, la protegía teóricamente de la entrada de la policía y otras fuerzas represivas. Los políticos de casi todos los partidos y también los sindicatos y organizaciones obreras tenían allí sus reuniones. Para los estudiantes de izquierda era no sólo un santuario, sino también un centro de insurgencia. En la universidad se imprimían volantes y todo tipo de documentos anti gobiernistas y se planificaban las más ocurrentes manifestaciones callejeras. En particular los micromítines. A causa de la represión que reinaba en el gobierno del Triunvirato, con Donald Reid Cabral a la cabeza, las grandes concentraciones de masas en espacios públicos estaban vetadas. A alguien se le ocurrió entonces la idea de los micromítines, que fue quizás la forma más popular y efectiva de protestar bajo el gobierno del Triunvirato. Los micromítines, que realizábamos varias veces a la semana en colaboración con los miembros del 1J4 (Movimiento Revolucionario 14 de Junio), eran manifestaciones sorpresivas con la participación de pocas personas. De hecho, constituían una forma atrevida de manifestarse pues se realizaban siempre en lugares muy concurridos y generalmente en presencia de fuerzas del supuesto orden público, los feroces cascos blancos de aquella época. Policías con armas y con macanas enormes y con cierto entrenamiento en artes marciales, que no dudaban en romperte la cabeza si caías en sus garras.
El factor sorpresa era determinante para el éxito y para evitar ser atrapados. Nos dábamos cita, con los bolsillos repletos de volantes, a una hora señalada en algún sitio y llegábamos puntualmente desde direcciones diferentes y nos mezclábamos con la gente y los policías. Esa era la parte fácil. Después lanzábamos los volantes y coreábamos consignas ateas y disociadoras, o por lo menos disociadoras, y antes de que los volantes tocaran el suelo nos dábamos a la fuga sin dejar de vociferar.
No sé cuantas veces, en compañía de Nicolás y otros compañeros, planificamos y tomamos parte en esos dichosos micromítines y cuantas veces corrimos como demonios para evitar la captura, pero no fueron ciertamente pocas. Incluso, en alguna ocasión, y en el colmo del atrevimiento, nos manifestamos en el Parque Independencia, que estaba siempre infestado de cascos blancos. En esa ocasión atraparon al inestimable Amín Abel Hasbún. Amín, estudiante sobresaliente de ingeniería, era muy conocido como dirigente del 1J4 y su presencia no pasó desapercibida. En el momento en que se disponía a actuar, uno de los bestiales cascos blancos lo agarró por el cuello con las peores intenciones, mientras otros lo golpeaban. De ese atropello quedó constancia en una foto que apareció al día siguiente en los periódicos. Amín cayó preso, como tantas otras veces, y recibió más de una tunda de palos, una o varias golpizas.
Según recuerdo, en una de sus frecuentes visitas a la cárcel sucedió algo curioso. Amín había sido arrestado, como de costumbre, ‘para fines de investigación’, lo llevaron al llamado palacio de la llamada policía nacional y lo depositaron en una oficina, una tétrica sala de interrogación. Por alguna razón, que el mismo Amín no se explicaba, lo dejaron solo un momento, pero ese momento fue suficiente para que Amín tomara una determinación. Con su característica sangre fría, Amín salió de la oficina, haciéndose, como es posible imaginar, el distraído… Distraídamente pasaría entre numerosos agentes policiales sin mirar a nadie a la cara, alcanzaría la salida, bajaría sin prisa los escalones para no levantar sospechas, saldría al parqueo, llegaría a la calle y empezaría a caminar calle abajo… y distraídamente escapó, o mejor dicho se fue. Se escapó. El hecho es que se escapó. Simplemente se fue del ominoso palacio de la llamada policía nacional dominicana sin que nadie se diera cuenta y se dirigió de inmediato a la universidad.