Hay libros que para mí están por encima de casi todos los libros. Libros impregnados de una magia y fantasía que seducen y deslumbran, te encandilan, te sumergen en una atmósfera de realidades insospechadas y te convierten en niño, te devuelven el asombro, los ojos con que veías las cosas cuando estabas estrenando el mundo. Libros como “Cien Años de soledad” o “Pedro Páramo” o “Aura”, esos libros que te llevan a un punto en que no sabes si estás leyendo o alucinando. Por eso nunca olvidaré aquella experiencia que convirtió una noche de invierno en Canadá en una aventura desquiciante, la noche en que abrí las páginas del libro que me agarró y sacudió de una manera imprevista y trastornó mi vida para siempre y que al final del primer capítulo me llevó a conocer el hielo…

“Llevando un niño de cada mano para no perderlos en el tumulto, tropezando con saltimbanquis de dientes acorazados de oro y malabaristas de seis brazos, sofocado por el confuso aliento de estiércol y sándalo que exhalaba la muchedumbre, José Arcadio Buendía andaba como un loco buscando a Melquíades por todas partes, para que le revelara los infinitos secretos de aquella pesadilla fabulosa. Se dirigió a varios gitanos que no entendieron su lengua. Por último llegó hasta el lugar donde Melquíades solía plantar su tienda, y encontró un armenio taciturno que anunciaba en castellano un jarabe para hacerse invisible. Se había tomado de un golpe una copa de la sustancia ambarina, cuando José Arcadio Buendía se abrió paso a empujones por entre el grupo absorto que presenciaba el espectáculo, y alcanzó a hacer la pregunta. El gitano le envolvió en el clima atónito de su mirada, antes de convertirse en un charco de alquitrán pestilente y humeante sobre el cual quedó flotando la resonancia de su respuesta: “Melquíades murió.” Aturdido por la noticia, José Arcadio Buendía permaneció inmóvil, tratando de sobreponerse a la aflicción, hasta que el grupo se dispersó reclamado por otros artificios y el charco del armenio taciturno se evaporó por completo. Más tarde, otros gitanos le confirmaron que en efecto Melquíades había sucumbido a las fiebres en los médanos de Singapur, y su cuerpo había sido arrojado en el lugar más profundo del mar de Java. A los niños no les interesó la noticia. Estaban obstinados en que su padre los llevara a conocer la portentosa novedad de los sabios de Memphis, anunciada a la entrada de una tienda que, según decían, perteneció al rey Salomón. Tanto insistieron, que José Arcadio Buendía pagó los treinta reales y los condujo hasta el centro de la carpa, donde había un gigante de torso peludo y cabeza rapada, con un anillo de cobre en la nariz y una pesada cadena de hierro en el tobillo, custodiando un cofre de pirata. Al ser destapado por el gigante, el cofre dejó escapar un aliento glacial. Dentro sólo había un enorme bloque transparente, con infinitas agujas internas en las cuales se despedazaba en estrellas de colores la claridad del crepúsculo. Desconcertado, sabiendo que los niños esperaban una explicación inmediata, José Arcadio Buendía se atrevió a murmurar:

“-Es el diamante más grande del mundo.
“-No -corrigió el gitano-. Es hielo.

“José Arcadio Buendía, sin entender, extendió la mano hacia el témpano, pero el gigante se la apartó. “Cinco reales más para tocarlo”, dijo. José Arcadio Buendía los pagó, y entonces puso la mano sobre el hielo, y la mantuvo puesta por varios minutos, mientras el corazón se le hinchaba de temor y de júbilo al contacto del misterio. Sin saber qué decir, pagó otros diez reales para que sus hijos vivieran la prodigiosa experiencia. El pequeño José Arcadio se negó a tocarlo. Aureliano, en cambio, dio un paso hacia adelante, puso la mano y la retiró en el acto. “Está hirviendo”, exclamó asustado. Pero su padre no le prestó atención. Embriagado por la evidencia del prodigio, en aquel momento se olvidó de la frustración de sus empresas delirantes y del cuerpo de Melquíades abandonado al apetito de los calamares. Pagó otros cinco reales, y con la mano puesta en el témpano, como expresando un testimonio sobre el texto sagrado, exclamó:

-Éste es el gran invento de nuestro tiempo”.


Esa misma noche de invierno en Canadá conocí a Macondo y su población de orates y alucinados. Pero la gran aventura había comenzado unos meses atrás…

En Monterrey, cuando partía para Ciudad Mexico, un amigo mexicano con el que compartía inquietudes literarias me dijo lo siguiente: «En esa ciudad hay un escritor colombiano que está en la boca de todos», pero no supo darme el nombre ni el título de la obra que le estaba dando fama.

En Ciudad México, antes de partir para Canadá, a tomar un curso intensivo de inglés en el gélido pueblo de Windsor, fui a la Zona Rosa a abastecerme de libros para sobrevivir a la soledad y la incomunicación que me esperaban en ese lugar durante los primeros meses. Entré a una librería pequeña y bien surtida donde conocí a un librero o dueño de librería que conocía su negocio a fondo. Buscaba libros baratos de literatura rusa y francesa y cualquier cosa que apareciera de Miguel Ángel Asturias, que acababa de ganar el Premio Nobel y era para mí un desconocido. El librero no mostró mucho entusiasmo por el soporífero Nobel guatemalteco y me dijo que sólo le quedaba un ejemplar de «El espejo de Lida Sal», que incluí a desgano en mi lista de compras, sólo por curiosidad.

De una manera muy diferente, el atento y culto librero (con esa típica y refinada cortesía de tantos mexicanos), me mostró y me recomendó el libro de un colombiano «que estaba haciendo furor». El libro del que me había hablado el amigo mexicano de Monterrey.

Me llevé un ejemplar a Canadá, junto con varios clásicos franceses y rusos, y lo tuve en mis manos varias veces, lo olfateaba, le tomaba el peso, el pulso, pero al final me decidía por algo de Dostoyevski o Gorky.
Lo tenía a mano, listo para leer sobre la mesa de comer, que era también escritorio y sala de estar en aquel sótano con entrada independiente de la casa de unos húngaros donde me hospedaba, pero no me decidía, lo miraba con recelo, no le tenía mucha confianza a los emergentes de la literatura latinoamericana en esos días, a pesar de que me había leído y mucho había disfrutaba a casi todos los clásicos.

Finalmente, aquella noche, casi por distracción, le eché una hojeada a la primera página. Es decir, pensaba echarle un vistazo a la primera página, pero de inmediato el libro me atrapó. Una tras otra, como en una especie de «Las mil y una noches», empezaron a desfilar las fascinantes historias y personajes. De repente estaba inmerso en la alucinación y la magia, en una especie de éxtasis reverencial (casi como cuando Plinio Chaín escribe sobre el criollo José Mármol). No pude volver a soltarlo hasta la madrugada.

Aquel prodigio, que conservo en algún rincón de mi desordenada biblioteca, se titula “Cien años de soledad”, y había sido publicado por primera vez en Editorial Sudamericana el 5 de junio de 1967 con la E de soledad al revés, o mejor dicho invertida, mirando de derecha a izquierda. Algo que daría mucho que hablar, que se atribuyó en principio a cábala o brujería, y que no fue más que un ardid del editor para llamar la atención. La verdad, sin embargo, puede que sea un poco más enrevesada y que en el asunto de la E invertida mediaran o intervinieran fuerzas ocultas. El autor de la obra, Gabriel García Márquez, nunca estuvo exento de sospechas. Siempre se habló de un pacto siniestro con lo divino.

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