En dos milenios y medio de filosofía occidental la bondad ha fulgurado brevemente en textos y autores diversos con cierta actitud pudorosa de los autores y una mueca algo burlona de muchos lectores. Luciera que el pensar, en su afán de objetividad, no tiene otro camino que la fría e indiferente fuerza de la razón. Que incluso la ética ha de dar cuenta de sus conclusiones como “imperativos categóricos”, conceptos ambos que suenan como toneladas de plomo cayendo sobre los hombres y mujeres, aunque sea dicha la verdad es la única forma que encontró Kant de asemejar la ética a la razón, en importancia y rigor.
Fuera de las bibliotecas y la cátedras, e integrándolas, está el mundo de la vida (Lebenswelt), tal como Husserl lo formuló, el mundo que compartimos con todos, cotidianamente, el mundo del trabajo y el ocio, de la felicidad y el sufrimiento, el mundo de la cultura, de los amigos y la familia, el mundo de la política, en fin, toda la compleja vida que cada ser humano vive (existe) en cuanto la vive. Desde nuestro origen embrionario hasta nuestra muerte cerebral.
Y es el mundo de la vida que reclama la bondad, es decir, que queremos vivir una vida buena. Todos tenemos derechos a ella. Ningún ser humano está obligado a servir de medio para un fin diferente que el de la vida buena propia o de sus congéneres, siempre como un acto plenamente libre y lúcido. La vida buena no excluye el sufrimiento o el dolor, pero si rechaza toda forma de explotación económica de unos seres humanos contra otros, reniega toda forma de opresión política y se opone a toda forma de discriminación social.
Buscar la vida buena de todos debe ser el objetivo de todo proyecto político, de toda propuesta de pensamiento social, de toda espiritualidad y sobre la vida buena se han de edificar las formas de producción económica.