Tal como referimos en nuestra pasada entrega, “Proyectar juntos una vida” en función de unos valores compartidos define el horizonte ético del voluntariado. En este sentido, el reconocimiento mutuo, la confianza, las relaciones horizontales y la cultura cívica generan un “ethos” distinto al que usualmente se observa en ámbitos regidos por el mercado o el estado. En esto radica el valor agregado de la acción voluntaria en cualquier contexto u organización.
Todos estamos de acuerdo en que los voluntarios son actores sociales muy valorados en la organización para la cual colaboran. También lo son para el país. A veces, ante la cantidad de trabajo que se les presenta debido a la falta de recursos o a la frágil estructura organizativa, los voluntarios se convierten en “hombres orquesta”, haciendo de todo un poco en la organización. De igual manera, las numerosas reuniones de trabajo en adición a las tareas asumidas, impiden que dispongan del tiempo necesario para reflexionar de forma continua sobre el rumbo que ha emprendido la organización, poniendo en riesgo su misión y su futuro.
Se observa con frecuencia que en nuestro país la práctica del voluntariado se lleva a cabo mayormente por personas jubiladas, o bien por voluntarios que disponen de parte de su tiempo para colaborar en alguna organización luego de cubierta su jornada laboral. La acción voluntaria se sitúa, por tanto, al margen de la vida profesional.
Desde nuestra perspectiva, y con el interés de lograr un impacto sostenible de mayor alcance, se hace necesario repensar esta praxis. Consideramos vital transitar hacia la creación de equipos profesionales solidarios, con capacidad para descubrir necesidades en las comunidades y coordinar los esfuerzos que se requieren para su desarrollo a largo plazo. Estos deben estar dirigidos a aumentar la calidad organizativa de un sector que logre crear capital, no simplemente canalizarlo o administrarlo. Se trata de un camino aún por recorrer en nuestro país.
