Guido Gómez Mazara no entra a la política por la puerta trasera ni se instala discretamente en sus pasillos: irrumpe. No conversa: desafía. No negocia silencios ni acomoda su voz al coro oficial. Su naturaleza es la fricción, su combustible la crítica, su escenario natural el disenso. Aun sin ser candidato, se comporta como si el proceso electoral fuese inminente. Porque, para él, la política no es un momento, sino una forma de vida, una tensión permanente entre lo que se dice y lo que se calla.
Reivindica su militancia en el Partido Revolucionario Moderno, pero ejerce su pertenencia con la autonomía de quien no se deja domesticar. Fustiga al gobierno que su partido encabeza, desnuda contradicciones, denuncia vicios, exige cuentas. No juega el papel del leal obediente, sino del crítico interno. No pide permiso ni espera turno. Su estilo, deliberadamente disruptivo, responde a una convicción: sin sacudidas no hay cambio.
Y, sin embargo, su voz tiene eco. Porque detrás del tono áspero hay argumentos. Porque conoce el sistema desde sus entrañas. Porque dice lo que muchos piensan, pero pocos se atreven a articular. Gómez Mazara incomoda, sí, pero esa incomodidad a veces es necesaria. Provoca movimiento, empuja a la reflexión, dinamiza un escenario político demasiado dado a la complacencia.
Tiene calle. Tiene verbo. Tiene memoria. Frente a una cámara, su oratoria fluye con el ritmo de quien domina el lenguaje y entiende el momento. Su formación jurídica le aporta precisión conceptual. Su pasado peñagomista —un legado político que no reniega— lo dota de experiencia. Su presente, sin embargo, es más mediático que orgánico: más presencia que maquinaria. Pero ahí está. Persistente.
Crítico. Ineludible. Y con el mérito singular de haber obtenido un cinco por ciento en una primaria contra un presidente en funciones, un resultado que pocos en su lugar podrían exhibir.
La gran interrogante es si un perfil como el suyo, tan orientado al combate verbal y a la denuncia, puede traducirse en una candidatura viable. ¿Puede alguien tan refractario a las normas no escritas de la política tradicional asumir una posición de poder sin traicionarse? ¿Es posible construir poder sin dejar de ser la conciencia crítica del sistema?
A su favor cuenta con una claridad ideológica rara en tiempos de ambigüedades, con un coraje que no se esconde y con una capacidad de polarización que lo convierte en un actor imposible de ignorar. En su contra, la ausencia de una estructura sólida, la escasa articulación territorial y el apoyo limitado dentro de la dirigencia del PRM. Su discurso ético a veces tropieza con sombras del pasado, y su llamado a la apertura no siempre se traduce en puentes concretos. Es, paradójicamente, necesario y prescindible.
Gómez Mazara quiere liderar, pero no concede. Aspira a transformar, pero desde dentro, tensando constantemente los límites de una estructura que aún no termina de reconocerlo como opción legítima.
Su figura no encaja en la categoría del anti-político: es, más bien, el político que ha decidido desafiar la política tal como funciona, y hacerlo desde su propio seno.
Su presidenciabilidad, hoy por hoy, parece más simbólica que tangible. Un instrumento para incidir, una estrategia para mantenerse en la conversación nacional, una forma de recordarle al sistema que no puede darse el lujo de excluir todas las disonancias. Porque cuando el poder quiere simular transparencia, necesita voces como la suya: incómodas, ruidosas, indispensables.
Guido no va a callar. Nunca lo ha hecho. Pero en política —y esta es su encrucijada— ser escuchado no siempre basta para ser elegido.
Hasta el próximo lunes, con Leonel Fernández.