A Carolina Mejía la persigue una sombra con sombrero de guano. No importa cuán medido sea su paso, cuán impecable su discurso o cuán eficiente sea su gestión: el rostro de su padre siempre asoma, no como una herencia positiva, sino como una interferencia que empaña su imagen. Es un ruido de fondo que le resta votos y que ha dejado de ser útil en su camino hacia la presidencia.

Hipólito Mejía, el huracán que gobernó con su forma de ser y de hablar, sigue presente en la política del país y, por extensión, en la de su hija. Lo invitan a un acto y se roba la cámara; lo llaman para una reunión y marca la agenda. Lo entrevistan y, en lugar de sumar, complica. Es un personaje ineludible y un problema constante en el PRM actual. Opina, sobre todo, bromea con todos y no puede evitar interrumpir. Así, se ha convertido en el mayor obstáculo para Carolina, un impedimento que ella, por afecto, miedo o cálculo, no se atreve a enfrentar.

Carolina no es una versión menor de Hipólito. Representa el reverso sereno de ese padre volcánico. Habla en un tono distinto y escucha más de lo que grita. No cree que la política se gane en una gallera ni a base de chistes. Tiene una imagen limpia, una gestión reconocida y una popularidad que no se ha visto empañada por escándalos. Sin embargo, su carrera presidencial no prende y no logra imponerse. ¿Por qué?

La respuesta está en que Carolina sigue atada, no solo al apellido Mejía, sino al nombre Hipólito. Ese legado que hace ruido y que ya no representa nada fresco. Este vínculo simbólico la mantiene en limbo en las encuestas, donde flota sin hundirse, pero también sin avanzar, ocupando posiciones en terceros y cuartos lugares. Es una promesa que no despega, una candidatura en pausa atrapada en la sombra de quien la precedió.

La situación de Carolina es trágica: posee lo que muchos políticos envidian: honestidad sin espectáculo, poder sin arrogancia y prestigio sin expediente judicial. Pero carece de lo más esencial para aspirar a la presidencia: libertad.

Para liderar, primero hay que cortar lazos. Para Carolina, ese corte significa enfrentar lo que no se dice: que Hipólito ha dejado de ser una ventaja y se ha convertido en una carga emocional. Mientras él siga opinando y apareciendo, Carolina será “la hija de Papá”, no la candidata. Será una figura a medias, como esas estatuas que han perdido el rostro.

¿Puede romper con esa imagen? Sí, pero no con sonrisas ni diplomacia tibia. Lo único que puede liberarla es lo que ha evitado hacer: trazar una línea firme y marcar un antes y un después. Asumir que la gratitud no puede convertirse en una cadena que la ate a un pasado que ya no le pertenece. Ningún padre, por querido que sea, debe ahogar un proyecto propio.

El país está preparado para una mujer presidenta, pero no para una hija obediente. A Carolina le toca decidir si quiere ser un adorno en la historia del PRM o la protagonista que nadie esperaba. Para ello, debe hacer ruido y romper con lo que la retiene. Ha llegado el momento de mirar a los ojos a ese fantasma y decir: “Gracias, papá. Pero ahora, cállate. Que voy a caminar con mis propios pies”.

La historia política no se escribe en sombras. Carolina Mejía tiene que encontrar su luz y liberar su camino hacia un futuro que puede construir por sí misma.

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