Aquí estamos, atrapados en la trampa luminosa del like. Una sociedad que no necesita verdades, solo filtros. Que no exige coherencia, sino likes. Donde importa más parecer que ser, y la indignación cabe en 280 caracteres, con hashtags incluidos.

Nos encanta denunciar. Nos da un subidón moral eso de señalar con el dedo, pero sólo si hay conexión a internet. Nos quejamos de los haitianos que “invaden nuestras escuelas” mientras celebramos con orgullo al primo que cruzó ilegal a Puerto Rico en una yola y que ahora manda dólares, selfies y bendiciones. Aplaudimos su historia como si fuera un logro épico de Netflix, pero aquí queremos vallas, papeles y orden en la frontera con Haití.

Nos indignamos con discursos, marchas, editoriales. Gritamos que “esto no puede seguir así”. Pero al llegar al apartamento, un haitiano es quien abre la puerta, limpia el pasillo, cuida el edificio. Y si se enferma, decimos “bueno, que busquen otro, hay muchos”.

Es la hipocresía que se viste de negro, o anda con corbata, con título universitario y con muchos seguidores. La moral adaptativa, esa que cambia según el lado del mostrador donde estés. ¿Criticamos la corrupción? Claro. Hasta que un familiar consigue un nombramiento. ¿Nos quejamos del sistema? Obvio. Hasta que nos toca ser parte del engranaje y entonces, shhh… que la nómina no se mancha con escándalos.

Decimos que el país está mal, que los políticos no sirven. Pero votamos por ellos, los defendemos en Twitter, los visitamos en sus oficinas y nos tomamos fotos con ellos para el perfil. Y si Alofoke nos llama, vamos felices al Edificio Rojo. Con traje nuevo y sonrisa prestada.

Vivimos en una sociedad que se nos va de las manos. Que aplaude discursos bonitos, pero se duerme en la práctica. Que exige justicia selectiva. Que ama lo viral, pero teme al espejo.

Y el problema no es el like. Es que detrás del like no hay nada. Ni convicción, ni coherencia, ni vergüenza. Solo una necesidad desesperada de aprobación mientras todo lo importante se pudre en silencio. O despertamos, o nos quedamos atrapados en esta parodia moral, creyendo que cambiar el mundo es cuestión de hashtags, cuando en realidad, empieza con algo más difícil: cambiarnos a nosotros mismos.

Posted in DE UNA SENTADA, Opiniones

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