En Bonao, una niña me hizo una pregunta que me acompañará toda la vida:
—“Tío Pablo, “¿La Constitución también habla de nosotros?”
La escena ocurrió en una escuela pública, durante una de las jornadas del Congreso de Niñas, Niños y Adolescentes. Ella no estaba cuestionando una ley. Estaba cuestionando un sistema. Porque lo que me preguntaba —sin saberlo— era si su existencia tenía peso jurídico en la estructura del país. Y su duda era legítima: hemos levantado un Estado que reconoce derechos en el papel, pero no siempre los garantiza en la práctica.
La Convención sobre los Derechos del Niño, ratificada por nuestro país, establece en su Artículo 12 el derecho de la niñez a expresar su opinión libremente y a que esta sea tenida en cuenta. Y nuestra Constitución, en su Artículo 8, coloca la dignidad humana como centro de la acción estatal. Sin embargo, en muchos espacios, la palabra infantil sigue siendo vista como algo tierno pero no vinculante. Como si opinar fuera un privilegio y no un derecho.
Durante tres meses, consultamos a más de 10,000 niñas, niños y adolescentes de todo el territorio. Escuchamos sus historias, sus ideas, sus reclamos. Y lo que encontramos no fueron frases infantiles, sino diagnósticos sociales. Niños que piden aceras seguras, escuelas con flores, calles sin miedo. ¿Qué más debe decir un pueblo para ser tomado en serio?
El artículo 56 de la Constitución también establece la obligación del Estado de garantizar la protección integral de la niñez. Pero en la práctica, seguimos diseñando políticas públicas que ignoran su voz. Y eso es inconstitucional. Escuchar a la niñez no es un acto de sensibilidad. Es un acto de legalidad. Un deber del Estado. Y, por tanto, una deuda de todos los poderes públicos.
Hay ejemplos que inspiran. En México, el Instituto Nacional Electoral está obligado a realizar consultas infantiles vinculadas a la reforma educativa. En Escocia, se aprobó una ley que obliga a todas las instituciones a justificar por qué no integraron la voz de la niñez en decisiones que les afectan. Allí, la consulta no es opción: es ley.
En Por el Bien Común escribí: “Cuando el derecho no se escribe con la voz del pueblo, termina siendo una norma hueca, obedecida por miedo y no por convicción.”
El derecho a ser escuchado no es simbólico. Es el cimiento de la democracia deliberativa. Y si no lo ejercemos desde la infancia, construimos ciudadanía sobre el vacío.
Aquel día en Bonao, le respondí que sí: que la Constitución hablaba de ella. Pero que no bastaba con que lo dijera el texto. Lo tenía que decir también el Estado, las políticas públicas, las decisiones judiciales, los presupuestos.
Una República que calla a su niñez no es fuerte. Es frágil.
Y un Estado que escucha con seriedad desde temprano, se fortalece desde la raíz.
Por Pablo Ulloa, Defensor del Pueblo y ciudadano dominicano