Una posible respuesta a esta interrogante se parecería a la que esbozó Epicteto cuando hablaba de filosofar o no, en ambos casos, decía el sabio griego, se debe filosofar. El escritor de ficciones juega a ser Dios, inventa mundos, situaciones, lugares y paisajes donde transcurren hechos a los que su imaginación trata de dotar de verosimilitud.

Esto porque la buena literatura está obligada a ser verosímil, incluso si se tratase de literatura fantástica o maravillosa, tiene que tener elementos semejantes a la realidad, desde el lenguaje que ha de ser accesible al lector, hasta las características de los personajes.

Un escritor inventa ciudades o pueblos, les pone calles con nombres, y si usa el mapa urbano, la casa en la que transcurren algunos hechos, las instituciones que aparecen en la obra, las personas que interactúan, todo eso será imaginario, pero debe aparecer a los ojos del lector como si fuera real.

Escribir es desdoblarse para penetrar en lo profundo del alma humana y explicar medianamente bien eso que habita en el interior de cada uno, el impulso vital que lo lleva a elegir un determinado camino y no otro, y no siempre es el autor el que decide o está enterado. Cuando Samuel Beckett escribió Esperando a Godot fueron muchos los que, intrigados, le preguntaron qué o quién era Godot, y Beckett respondió: “Si yo lo supiera lo habría puesto en el texto”.

Quien esto escribe suele pasar una breve luna de miel con las historias que engendra, cuando los rostros, los gestos, la forma de caminar y de sonreír de los personajes, sus características físicas, su temperamento, se van revelando a la imaginación. Es la parte más feliz de la escritura. Después de esa breve euforia comienza el tiempo más difícil, darle forma a la historia, corregir y editar, leer y releer, despertar de madrugada porque los personajes no dejan dormir, escribir y desechar párrafos y fragmentos, reescribir capítulos enteros, hasta que la obra está finalmente concluida y hay que dejarla reposar para que, como los buenos vinos, mejore su sabor o termine por saber a vinagre.

Si sobrevive, y solo entonces, estará lista, como la esencia sutil de un finísimo acorde irrepetible y, como el hijo que ya aprendió a vivir, habrá que dejarla partir hasta que llegue el momento de publicarla, o no.

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