En un país donde las grandes causas muchas veces luchan por tener voz, doña Mary Pérez Marranzini supo no solo hacerse escuchar, sino dejar una huella profunda, transformadora y duradera. Más que una filántropa social, fue una pionera de la solidaridad organizada y una visionaria que abrió camino en la comunicación corporativa y la responsabilidad social mucho antes de que estos términos existieran formalmente en República Dominicana.

Cuando aún no se concebían campañas de recaudación estructuradas ni departamentos de comunicación en las instituciones sin fines de lucro, doña Mary y su inseparable compañera Vicenta de Peignand ya recorrían medios de comunicación y escuelas repartiendo sobrecitos con llamados a la colaboración. Era una forma primitiva pero efectiva de movilizar conciencias y recursos. Recuerdo con nitidez cómo cada fin de año esos sobres llegaban a nuestros colegios, y cómo, como niños, comprendíamos mejor su labor porque muchos usábamos esas boticas que “servían para enderezar los pies”.

Doña Mary entendía la fuerza de la comunicación cuando todavía era vista como un accesorio y no como una herramienta estratégica. Aparecía en radio, televisión, ruedas de prensa, charlas… no para figurar, sino para educar, sensibilizar, humanizar. Con ella, la responsabilidad social no era una moda, era una forma de vida.

Tuve el inmenso privilegio de conocerla de cerca. Como periodista y comunicadora, me desempeñé como directora de Comunicación de la Asociación Dominicana de Rehabilitación entre 2016 y 2019. Fueron años de aprendizaje profundo, no solo profesional, sino humano. Ver hoy en los medios las fotografías de aquellas últimas sesiones públicas que compartimos me conmueve; evocar los desayunos y encuentros con periodistas que marcaron sus apariciones finales me llena de gratitud. Acompañarla en ese cierre de su ejemplar labor es uno de los más grandes honores que la vida me ha concedido.

En septiembre de 2019 decidí asumir nuevos retos profesionales. Lo que más me dolió fue separarme de quien me enseñó, como nadie más, lo que significa el amor desinteresado al prójimo. Mucha gente no sabe que doña Mary nunca aceptó un salario. Ni quincenas ni contratos. Su único deseo era devolver al mundo la gratitud que sentía por la vida de su hijo Celso, quien logró sobrevivir a la poliomielitis.

Nacida en Santo Domingo, fruto del amor entre el español Celso Pérez y la puertorriqueña Carmen Pintado, doña Mary construyó una vida familiar sólida al lado de su esposo Constantino Marranzini (fallecido en 1993), con quien tuvo cuatro hijos y 14 nietos. Pero más allá de su familia, construyó una nación más humana.

Fundadora del Colegio Santa Teresita y luego bachiller en Filosofía y Letras en 1944, doña Mary ya en 1959 era la dominicana con mayor experiencia en fisioterapia de miembros inferiores. Esa preparación, nacida del dolor y la necesidad, se transformó en liderazgo cuando fundó la Asociación Dominicana de Rehabilitación, institución que hoy lleva más de cuatro décadas atendiendo a personas con discapacidad física y mental.

Ella fue mucho más que una fundadora. Fue gestora, articuladora, redactora de estatutos, diseñadora de procedimientos, y creadora de una cultura de servicio que todavía se respira en cada rincón de la institución. Su vinculación con organismos como el Consejo Nacional de Seguridad Social, la Comisión Nacional de Salud, el CONAPREM y muchas otras, refleja su rol activo en políticas públicas, salud y derechos humanos.

Fue también pionera del voluntariado estructurado, del activismo social con rostro humano, y de la formación ética como base de cualquier proyecto solidario. Presentó ponencias, promovió cambios legislativos, levantó la voz por quienes no podían hacerlo.

A lo largo de su trayectoria fue merecedora de numerosos reconocimientos, entre ellos: la Orden Duarte, Sánchez y Mella; la Orden San Silvestre Papa, otorgada por el Papa Juan Pablo II; y diversos doctorados Honoris Causa. Cada uno de esos galardones confirma lo que quienes trabajamos con ella siempre supimos: que estábamos ante una mujer excepcional.

Hoy, al recordarla, lo hago no solo como excolaboradora, sino como discípula. La comunicadora que soy le debe mucho a la pionera que ella fue. Porque antes de que en este país se hablara de responsabilidad social, doña Mary ya la practicaba con rigor. Antes de que se estructuraran departamentos de comunicación institucional, ella ya sabía cómo hablarle al corazón del pueblo.

Su memoria seguirá viva en cada niño que reciba una botica, en cada familia que encuentre esperanza en la rehabilitación, y en cada persona que entienda que comunicar bien también es una forma de sanar.

Por Arlene Reyes Sánchez

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