“Después de la guerra” es el título de una canción (1968) de Sandro de América, que nos viene ahora a la mente porque en una de sus estrofas se dice: “Tengo el vodka cerca de mis labios/ y por ti y por mí he de brindar”, a propósito de que el vocablo vodka y la bebida que lleva ese nombre en varios estados de EE.UU. han pedido que sean retiradas del mercado las marcas rusas y sustituirlas por etiquetas ucranianas.
Los primeros en apoyar tal acción sin discutir, porque es obvio que sacarían beneficios, serían los vendedores de marcas ucranianas.
Pero eso sería poco, si lo comparamos con las disposiciones adoptadas, tanto en Rusia como en la Unión Europea, de “apagar”, de “impedir” transmisiones de cadenas de TV y plataformas digitales, para que la gente no se entere de lo que ocurre alrededor del conflicto.
Al calor de esta guerra resultaría infructuoso ahora mantener esta discusión, pero hay que adelantar que de manera consciente se han conculcado, en nombre del rechazo o del apoyo a la guerra, libertades y derechos humanos fundamentales.
Nada más imaginar, para poner solo dos ejemplos, lo de una universidad de Milán (que debería ser bastión de la libertad de expresión) que canceló un curso sobre Fedor Dostoievski porque el legendario escritor era ruso; o lo ocurrido en Florencia, donde se pretendió derribar una estatua suya, a lo que el alcalde ripostó: “Hay que condenar Putin, no a la cultura rusa”.
Es una absurda tendencia que se extiende peligrosamente y no es porque haya una guerra.
Vale recordar que al fragor de una campaña electoral la universidad de Wichita Tech suspendió el discurso de graduación que estaría a cargo de Ivanka, la hija de Trump, en una soberbia falta de ética por palabras de su padre sobre el caso George Floyd.
Es un comportamiento que nos manda a un pasado remoto, al de la sinrazón y al del hombre primitivo, con el que ganan cuerpo -por lo difícil que resulta en estos tiempos ir contra la corriente- la ideologización, el maniqueísmo y la manipulación.
