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Al que Dios se lo dio, San Pedro se lo bendiga, se podría decir de los que disfrutan de riquezas, pues la opulencia no es delito, siempre que esos bienes no hayan sido adquiridos en forma ilícita o con dinero “sucio”.

Pero a veces ofenden los niveles de desigualdad en este mundo y el ensanchamiento vertiginoso de la brecha entre ricos y pobres.

Tanto es así, que la ONG británica Oxfam afirma que el 1% de la población mundial amasa más riqueza que el restante 99%.

Son cifras que evidencian una espantosa división social entre los que tienen en demasía y los que tienen poco o nada, aunque hubo un político dominicano del periodo 96-2000 que tuvo la genialidad de afirmar que como la división social se agrandaba, al menos había prosperidad y progreso en uno de sus polos.

Lo malo es que los políticos tienen por costumbre pedir más sacrificio a los que menos pueden, cuando lo que debiera hacerse es exigir que los ricos paguen proporcionalmente más impuestos que los pobres.

En todo esto hay de por medio un problema de derechos humanos, porque la acumulación de riqueza genera desigualdad y exclusión, y la penosa realidad de que quien más posesiones obtiene, más derechos y oportunidades tiene.

Aunque aparente y pueda ser tomado como una divagación sabatina o ensoñación, siempre valdrá la pena hacer saber que los derechos humanos son inherentes a todos los habitantes del planeta, no solo de las personas que disfrutan de determinados bienes, como tampoco son una concesión que dependa de la magnanimidad de nadie.

Precisamente en estos días de campaña electoral, a propósito de la acumulación de riquezas y del derecho fundamental a vivir con dignidad y en libertad, hay que exigirles a los candidatos que pretenden dirigir el país, desde el cabildo, desde el Congreso o la presidencia de la República, que asuman un compromiso con los derechos fundamentales de la población, que legislen para una distribución más equitativa de las cargas, y que sus promesas de campaña no se agoten en simples ejercicios de retórica.

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