Con todo y que se trataba sólo de la clasificación para un evento superior, fue mucho lo que se pujó el sábado para que el equipo de béisbol de República Dominicana lograra la única plaza que quedaba disponible en esta disciplina para las olimpiadas de Tokio.

Así es como sucede siempre con triunfos que el pueblo considera suyos, que le pertenecen y por los que siente orgullo.

Es un sentimiento que no puede entender el que no conoce que existe lo “dominicano” y un “alma nacional”.

Podría ser cosa de chauvinismo o simplemente mentalidad insular, como seguramente nos ven aquellos que se mofan de ser ciudadanos de un mundo global. Esos sin fronteras son incapaces de entender a un tipo de gente que ve a su país como algo auténticamente grande.

Gente que forma parte de un pueblo que, por ejemplo, ve a las Reinas del Caribe como algo suyo y que ama con pasión.

Gente que se olvida de todo en fechas memorables como las dos medallas olímpicas de Félix Sánchez y el Clásico Mundial de Béisbol, en apariencia ajenas a sus vicisitudes y a su diario trajinar.

Los pueblos suelen escribir su historia con el registro de sus logros, quizá como una forma de sobreponerse a sus derrotas y a sus frustraciones.

No es de extrañar entonces que la alegría de un triunfo deportivo se convierta en un hito que, por una vez, hermana a todos los dominicanos, y acaso sirva para tomar conciencia de lo poderosa que suele ser la unidad detrás de un objetivo que nos identifica a todos.

Que nos perdonen esta divagación por amor al terruño y por la emoción de ser dominicano; también si por un rato olvidamos que el nuestro es un país repleto de problemas cotidianos y estructurales y de muchas vicisitudes.

Pero la atención y alegría que concitó el juego de béisbol del sábado y que hizo vibrar el fervor patriótico, da chance para recordar que el dominicano no pierde oportunidad para demostrar lo mucho que ama a su pueblo y a su gente.

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