Luego de una pausa presencial de dos años, los países más poderosos, los dueños del mundo se podría decir, los que integran el llamado G7 (Estados Unidos, Alemania, Reino Unido, Francia, Canadá, Italia y Japón), entre los que no cuentan Rusia ni China, comenzaron ayer su reunión cumbre para desarrollar una vasta agenda liderada por la pandemia.
La cita es en Cornualles, Reino Unido, y como suele acontecer en este tipo de evento, se inició con bellos y esperanzadores discursos que incluyen la promesa del aporte de mil millones de dosis de vacunas contra la COVID-19.
Ese es un aspecto que ojalá se concrete de inmediato, y no esté remitido hasta cuando sus poblaciones ya estén totalmente vacunadas, debido a que está documentado que al menos 9 de cada 10 personas en 67 países no disponen de recursos propios para acceder a una vacuna.
Quizá lo más relevante de este G7 sea el preacuerdo de que las grandes compañías del planeta tengan que pagar un impuesto del 15%, independientemente del lugar en donde estén basadas, para manejar las deudas provocadas por las dificultades financieras a consecuencia del coronavirus.
También se acordó, lo que es parte de su eufemismo, promover el crecimiento, generar más puestos de trabajo y mejorar las desigualdades para reducir el impacto de la crisis dirigiendo el apoyo hacia donde más se necesita.
No se puede desdeñar la importancia que tiene que los representantes de siete de las naciones industrializadas más grandes del mundo, los que enfundan por algunas horas las dagas y planes propios, se junten y pacten compromisos comunes, aunque la experiencia enseña que sus anuncios generan pocas expectativas, algo que empieza por la gente de sus respectivos pueblos.
Es un encuentro de élites económicas que en lo fundamental se trata de pura retórica porque no hay mecanismos prácticos para implementar conclusiones y porque, como sentenció el Papa Francisco, la intención, la mera intención de garantizar a todos su pan cotidiano, no es suficiente.
