La paternidad posiblemente es el compromiso vital más importante que puede asumir un hombre en toda su existencia, por lo que significa engendrar y multiplicar la vida.
Pero también por la responsabilidad que implica guiar a un hijo, apuntalar su crecimiento, velar por su educación, y proveer lo que un hogar necesita para subsistir medianamente en los tiempos en que vivimos.
Convertirse en padre es, para los que hemos pasado por esa experiencia, firmar un pacto con el futuro de la humanidad por el desafío que plantea traer un hijo al mundo y convertirlo en una persona de bien, en alguien capaz de amar y trabajar, que es el parámetro fundamental de lo que consideramos una persona normal.
A la explosión de ternura que suele iluminar el deslumbramiento ante la aparición de esa pequeña vida sucede el involucramiento de toda la familia, pues los padres hacen abuelos, los abuelos prolongan en sus nietos su sentimiento de pertenencia y su estrecha relación que se vive de una manera diferente, porque ya no están obligados a las exigencias de criar, educar y formar, sino mayormente a disfrutar y a brindar mimos y satisfacer caprichos.
El ritmo de los tiempos, con los cambios que surgen de la evolución en las formas de convivencia y en la organización de la sociedad, ha convertido a la paternidad en una tarea compartida en la que la diferencia de roles se achica, por la simple exigencia de que las madres también se incorporan al trabajo fuera del hogar.
Por eso es cada vez más común ver a los padres jóvenes con sus niños en la cita al consultorio médico, en las reuniones escolares y en tareas que antes estaban solamente reservadas a las mamás, cambios que demuestran también que son cada vez más los jóvenes que se toman la paternidad como un proyecto de vida.
Elevamos nuestros votos para que este domingo cada hijo rescate lo mejor que ha recibido de su padre, que el mejor regalo sea el afecto verdadero y una bendición especial para los que han partido de este mundo.
