La República Dominicana “lo tiene todo”, reza una campaña institucional. Magníficos destinos para descansar y disfrutar, en las costas y las montañas, las ciudades y parajes, y en los recovecos el primer asentamiento europeo en el Nuevo Mundo. Tiene muchísimas cosas más que huelga mencionar. Y naturalmente, magníficas infraestructuras viales que permiten desplazarse hacia las diferentes latitudes. Nada que agregar sobre las facilidades aeroportuarias, hospedajes y gastronomía. Este pedacito de tierra del Caribe convertido en referente casi global, con vocación competitiva, aún puede ser más.
Está el intangible “dominicano”, ese espécimen trabajador, afanoso, atento, decididamente alegre que improvisa un goce de la nada, un can, y que fiel al complejo de Guacanagarix, deviene confiado ante todo el que llega, siempre dispuesto a servir y dar.
Quizás solo falta que seamos un poquito mejores. Tendría que producirse un agradable retorno a los tiempos en que el vecindario intercambiaba las comidas al mediodía, celebraba veladas nocturnas sin previsiones ni temores, sin que asome la absurda posibilidad de que de la nada aparezcan elementos armados sembrando el terror.
Que las caminatas y paseos transcurran sin latente amenaza de un atacante, a pie o motorizado, que te lleva todo, incluso la vida.
Sería simplemente recobrar una cuestión simple contenida en una sola palabra: seguridad. Esa que anhelamos tanto y demandamos de las autoridades.
Si fuésemos mejores, si los transgresores de la ley descubrieran que en un país como el nuestro no se necesita tanto para dar un gran salto inclusivo, del cual ellos mismos serían parte.
Con todo lo que tenemos y potencialmente somos, podríamos ser casi felices. Si ocurriera, en un abrir y cerrar de ojos, seríamos un verdadero país de la maravilla.
Idílicamente, solo faltaría que seamos mejores. Todos, incluidos aquellos que nos roban la paz, el sueño, las oportunidades y los recursos imprescindibles para avanzar.