Miguel Bakunin escribió: “La uniformidad es la muerte. La diversidad es la vida”. Por eso, de todos los consejos de mi padre, el más sabio era aquél que en las vecindades de la muerte me prevenía contra la peor de las intolerancias: “Cuídate de la unanimidad y vota siempre en contra de ella”. En efecto, el consenso, puede llegar a ser en términos extremos, el último e irreversible trecho hacia la tiranía. El fascismo italiano, el nacionalsocialismo alemán, el stalinismo, el franquismo y el trujillismo no fueron más que formas definidas y acabadas de consenso a ultranza. La unanimidad es una modalidad de la sumisión. Por principio, sólo por evitar caer en ella, alguien debería siempre eludirla con un voto disidente.
Inexplicablemente, esta sociedad, por lo menos en el ámbito de la actividad política, anda siempre a la búsqueda de consensos, que en el fondo no son más que arreglos dictados por las conveniencias, cuando el testimonio más firme y apreciado de nuestro muy peculiar experimento democrático es precisamente la ausencia de unanimidad. Nuestra experiencia indica que esos modelos de consenso no son el sendero más seguro hacia un propósito colectivo. Lo que
deberíamos buscar es una forma de pluralidad que nos aleje de una consigna alrededor de la cual podríamos terminar sepultando la libertad y el derecho a ser individuos con personalidad, gustos y defectos propios.
La mejor de las garantías de preservación de las instituciones democráticas nacionales, con todo y lo débiles que ellas son y han sido, es el desacuerdo. Cuando todo el mundo en este país coincida, como ya una vez lo hizo en un
pasado todavía reciente, ese día la libertad habrá acabado. En sus peores modalidades, la unanimidad, el consenso, ahuyenta las opciones y despoja a la sociedad de alternativas. No quiero decir con esto que no hayan reglas. De eso no es de lo que se trata. A lo que me refiero es a la imbecilidad de pretender alcanzar objetivos supremos al través de procedimientos que en la práctica constituyan medidas contra el individualismo; contra el legado más puro y positivo del ejercicio democrático que es la bifurcación, el derecho a escoger entre varias o muchas opciones, aun en los momentos de crisis o emergencia.
Después del huracán David, el gobierno de entonces, con el pretexto de salvar la economía del desastre ocasionado por el fenómeno atmosférico, propuso un programa de emergencia, que no era más que una solicitud de poderes extraordinarios para crear en torno a él una especie de consenso nacional. Por fortuna, las fuerzas democráticas de la nación percibieron el peligro y actuaron, cada una por su cuenta (evitando inteligentemente otra forma de consenso) para frustrar esa trama contra la libertad. Pero todos los demás gobiernos han usado el paso de ciclones o situaciones similares para aprovecharse de las emergencias con fines proselitistas y justificar acciones dolosas contra el patrimonio público.
La falta de diversidad es perniciosa en la esfera económica, como en la política y la moral. Si persistimos en suplantarla acabaremos obligados a leer textos oficiales, perteneciendo a un solo partido político o profesando una sola fe religiosa.
Por eso, todo cuanto tienda a uniformar a la sociedad, o a parte de ella, por beneficioso que de inmediato parezca, debe ser enfrentado con decisión. Y en el momento de la gran prueba nacional, cuando todas las voces se eleven, arropadas por el éxtasis de uno de esos redentores esporádicos que surgen en la vida de cada pueblo, para gritar unánimemente ¡Sí!., quiera Dios que en medio de la demencia colectiva haya siempre una voz, por débil que resulte, dispuesta a levantarse y a decir un ¡No! a tiempo, antes de que sea demasiado tarde.