Al pueblo judío, al que mi padre – muerto el 31 de mayo de 1978 -, admiró tanto.

Ninguno de estos artículos, publicados entre febrero de 1976 y finales de 1978 en el matutino El Caribe de Santo Domingo, fue escrito con la idea de que después formarían parte de un volumen. Más que nada, son producto de la observación y el trabajo de un periodista.

Fueron concebidos, escritos y corregidos, en medio del diario trajín de la redacción del diario en que fueron publicados.

Surgieron como resultado de esporádicas inspiraciones alimentadas en el recuerdo que las milenarias murallas de Jerusalén, y cada palmo de esa tierra, dejaron en su autor, que sólo reclama para ellos el mérito de la espontaneidad con que fueron redactados.

Mientras en lo profundo del corazón

palpite una judía,

y, vueltos hacia el oriente,

los ojos atisben Sion,

no se habrá perdido la esperanza,

la esperanza milenaria,

de ser un pueblo libre en nuestra tierra

en la tierra de Sión y Jerusalén.

(HATIKVA, Himno Nacional de Israel)

En la húmeda tarde del cinco del mes iyar del año 5,748 del calendario judío -el 14 de mayo de 1948 del calendario cristiano- la entusiasta multitud congregada ante los vetustos muros del museo de Tel Aviv, aplaudió frenéticamente cuando la revuelta cabeza blanca de David Gurión asomó por la ventanilla del flamante automóvil norteamericano que acababa de estacionarse.

Ben Gurión hizo un gesto desaprobatorio, saludó con la mano derecha a los cientos de hombres, mujeres y niños que agitaban rústicas banderas por la insignia del rey David y entro apresuradamente al edificio donde ya, impacientes, le esperaban sus compañeros.

Más de 2000 años de persecución y exilio estaba a punto de concluir para los judíos la ocasión podía haber sido más solemne. Pero la proclamación del Estado de Israel, a sólo unos minutos de producirse, era todavía un sueño cuya materialización podía sobrevivir apenas algunas semanas, quizás 10 horas.

Millares de soldados árabes, en El Cairo, Amman, Damasco, Bagdad y la propia Jerusalén, aceitaban sus armas para abordar el pequeño estado. Más que nadie, Ben Gurión estaba conciente de la amenaza. Pero su pueblo no podía esperar un minuto más. A lo largo de centurias enteras, los judíos habían estado expuestos a la humillación y el desprecio y tenían ahora la oportunidad de una reivindicación que jamás le presentaría de nuevo la historia y él no iba desperdiciarla.

Hubiera querido, sin embargo, que la proclamación se hiciera en secreto. Las circunstancias así lo demandaban y él había impartido instrucciones para que así se hiciera. Los judíos estaban volviendo locos, pensó; su entusiasmo estaba al borde de arruinar la más larga espera en la historia de la humanidad.

Mientras caminaba presurosamente por los oscuros pasillos llenos de historia y gloria del museo de Tel Aviv, asiento provisional del primer gobierno provisional, instalado por el pueblo disperso, la respiración de Ben Gurión se agitó. Sintió de pronto una especie de nube en la garganta. El momento cumbre de la historia de su pueblo estaba en unos pasos y tenía o que él no pudiera llegar hasta el fin.

Los dirigentes del nuevo estado en Palestina habían decidido que la proclamación oficial de la independencia se hiciera a las cuatro de la tarde, en una sesión conjunta del congreso nacional. Como Jerusalén estaba sitiada, y el poderoso ejército de la legión árabe, que comandaba el general inglés Glub Pacha, se dispone a realizar un asalto por instrucciones del rey Abdullah, de Transjordania, Ben Gurión y sus compañeros se habían decidido por el más seguro museo de Tel Aviv para cumplir el sencillo acto.

Apenas algunas horas antes, los judíos habían sufrido un duro golpe militar que parecía poner en peligro la acción independentista. Los árabes habían tomado cuatro colonias estratégicamente vitales para el sitio de Jerusalén, al diezmar la defensa de edición, causando enormes bajas en los cuadros del Palmach y el hasta entonces ejército secreto del Haganah.

Ben Gurión Estaba visiblemente inquieto cuando hizo su entrada en la sala, al fondo de la cual colgaba un viejo retrato de Teodoro Herlz, el hombre que 50 años antes concibió la entonces utópica idea de un estado judío.

En medio del pesado silencio, la orquesta filarmónica de Tel Aviv interpretó el “Hatikva“, canto nacional del nuevo estado, y Ben Gurión, sin ocultar la intensa inquietud que le embargaban, tomó una hoja de papel y comenzó a leer con voz ronca y entrecortada por la emoción, las bases de la nueva nación surgida al mundo.

“Procure dominar mi emoción y leer el documento con voz clara y fuerte “-cuando todos se pusieron de pie para escucharla-relata Ben Gurión en su libro autobiográfico “Años de lucha “,-“el Ravi Maimón, doyen de todos nosotros, pronunció la bendición dando gracias al altísimo por habernos permitido vivir para ver este día “.

Altavoz de unos minutos estaba consumado. Ben Gurión estampó su firma al pie del documento y luego lo imitaron los otros 64 miembros del Consejo Nacional judío que habían podido asistir a la reunión. Tras levantarse la sesión, Ben Gurión se dispuso marcharse. No había tiempo que perder. Los momentos más difíciles y decisivos de la historia del pueblo elegido se aproximaban. Israel tenía que demostrar forzosamente que estaba en condiciones de preservar con las armas y la sangre de sus hijos, tantas veces derramada en los progroms y los hornos crematorios, su derecho exigir como nación.

Ben Gurión Tuvo todavía humor para una débil sonrisa cuando el pararse de su asiento sintió la interrogante mirada del periodista británico John Kimche, a quien dijo: “ ya los vi, lo hemos hecho!”.

En Nueva York, Washington, París y Londres y otras grandes ciudades de occidente, la radio informó del renacimiento del Estado israelí. Los judíos abandonaron sus gritos y sus oraciones para llorar y celebrar el cumplimiento de una antigua promesa divina. En Europa, América y África, la frase comillas el año próximo en Jerusalén”, repetida por millones de judíos errantes a través de los siglos, surgía como una compensación al dolor y a la fe.

En los países árabes -Egipto, Transjordania, Siria, Irak y el Líbano- la proclamación de independencia, fue la señal para el ataque. El ronco sonido de muerte y destrucción de los cañones se oyó por todo Palestina, sólo unas horas después de que el pabellón blanco y azul con estrella de David fuera izada en el museo de Tel Aviv, como símbolo del resurgir del alma judía.

La guerra que siguió a ese hecho, aún incabada, se prolongó durante casi un año. La paz, tras la derrota de los ejércitos de Egipto, en el Negev; de Siria e Irak y la legión árabe en la Galilea y el valle del Jordán, dio a Israel más territorio del que había sido otorgado a los judíos mediante la resolución del 29 de noviembre de 1947 por el que las Naciones Unidas aprobaron la partición de Palestina en Estado judío y otro árabe palestino.

El armisticio de la primera que es la de independencia proporcionó al rey Abdullah, muerto luego por los militantes musulmanes mientras visitaba la Jerusalén vieja ocupada por los árabes, parte del territorio donde los propios árabes declinaron la fundación de un hogar para los palestinos, hoy dispersos en inhóspitos campamentos y olvidados de sus propios hermanos. Abdullah entonces transformó la estructura política geográfica del reino de Transjordania en lo que hoy es Jordania.

Descendientes de Salomón, árabes y judíos han vivido desde entonces en conflicto perpetuo. Los árabes avivan el conflicto al negarse sistemáticamente a reconocer el derecho judío a un estado soberano.

30 años después del renacimiento de Israel, paradójicamente las Naciones Unidas surgen como uno de los más enconados adversarios de la estabilidad de la nación que ellas mismas contribuyeron a engendrar.

El profesor norteamericano M. S. Arnoni, Un abanderado de la causa del tercer mundo y un severo crítico de la política exterior de Estados Unidos, plantea de este modo, en su libro verdades y falsedades en el conflicto árabe-israelí, la cuestión del reconocimiento de los derechos judíos sobre su patria: si los refugiados no han perdido el derecho a sus tierras después de 29 años, se plantea la cuestión de si se pierde alguna vez el derecho a la propiedad de la cual se ha sido despojado. Los árabes dicen que nunca se pierde tal título. Si es así, surge la cuestión histórica de cuando, en qué punto, los judíos perdieron sus títulos de Palestina. Acaso. Ya di Tito la conquistó? O cuando fue abatida la rebelión y la breve independencia del siglo II D. C.? O cuando sucesivos gobernantes extranjeros hasta los turcos y los británicos impidieron o dificultaron su retorno masivo?

Sean cuáles fueron las razones que se exponga, Israel tiene tantos derechos para existir como cualquiera otra nación. Lo mismo que los árabes, los judíos tienen pleno derecho a la autodeterminación y la independencia. “La vida humana “, dice Arnoni, “está justificado en virtud de su existencia, y no necesita justificación adicional. Cualquier solución justa del conflicto árabe-israelí debe tener en consideración fundamentalmente tal premisa“.

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