Cada vez que veo que en los países musulmanes matan a las mujeres que no se cubren el rostro, y no hay quienes se rebelen ni lo denuncien al mundo (por miedo a la muerte y a una supuesta condena celestial); cada vez que veo, avergonzado de este tiempo, la indiferencia generalizada del pueblo musulmán, sometido pasivamente a las leyes de Mahoma en su conducta pública y privada; cada vez que veo el genocidio sistémico de todos esos pueblos silenciosos, solo viene a mi mente aquella histórica sentencia de Carlos Marx que no tiene desperdicio: “La religión es el opio de los pueblos” (y el único antídoto es la conciencia).

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